Un hombre famélico, cuyas carnes parecían adheridas a sus huesos, de ojos saltones y vivaces, semidesnudo, se me acercaba lentamente con dos grandes bandejas brillantes llenas de chicharrón, yuca, pescado frito, camarones, mariscos, carne en bistec, yuca, patacones, arroz guisado, pollo y otros manjares que no están al alcance de cualquier mortal. Lo miraba atónito, como ensimismado, al tiempo que fantaseaba con engullir un poco de carne guisada y después un pedazo de yuca o un poco de arroz. Mientras, aunque agotado, trataba de alcanzar la comida, pero era imposible. El cansancio me vencía y trataba de abrir los ojos, pero por más que lo intentaba se me cerraban, más por el agotamiento que por otra cosa. Siento que dormí por varios minutos y cuando desperté, aún seguía allí el hombre, que me desafiaba con su mirada y su risita burlona. Mantenía con sus enormes manos las bandejas que parecían, ser una de plata y otra de oro, llenas de diferentes tipos de comida. Como el hombre de tez amarilla y ojos grandes verdes acercaba las bandejas podía distinguir mejor entre raviolis con carne, rollos de carne, filetes de pescado, carne de cordero y arroz de almendras, guisos de conejo, sancocho trifásico, dulce de leche con coco y hasta caviar, todo delicadamente servido en porciones pequeñas.
Era claro que el hombre delgado jugaba conmigo, mientras corría y brincaba de lado de la habitación, sin que se le cayera nada de esas bandejas. No dejaba de reír estruendosamente, pero sin hablar, por lo que decidí controlarme. Algo difícil porque tenía el estómago pegado a la espina dorsal, debido a que llevaba más de un día sin probar bocado porque todo el dinero que me enviaba mi santa madre me lo había mal gastado en licor.
Otra vez el cansancio me venció y cerré de nuevo los ojos. Así pasé gran parte de esa tarde aciaga, hasta que decidí juntar las pocas fuerzas que aún guardaba para acabar con la guachafita del flaco burlón. Me levanté como pude y enfrenté a mi adversario, con el objetivo de derribarlo y así poder robarle, por lo menos un pedazo de yuca y un chicharrón, pero cada vez que intentaba agarrarlo, se me escapaba. Le grité obscenidades, le menté la madre y hasta lloré desconsoladamente, pero no pude lograr nada diferente a hacerlo reír a carcajadas, mientras me mostraba los manjares que ahora pasaba por mi nariz, dejando que esos aromas incrementaran mi ansiedad. No recuerdo nada más.
***
Eran las seis de la tarde de aquel domingo de 1992 cuando desperté desorientado en la alcoba donde vivía en Barranquilla y aunque busqué por todos lados, hasta debajo de la camita, tipo spring (resortada), con la que mis padres me mandaron de Santa Catalina a cumplir el sueño de convertirme en periodista, no pude hallar al hombre famélico con quien minutos antes había librado una feroz batalla que me mantenía sin aliento. A los pocos instantes, aún sin fuerzas, y sintiendo un fuerte olor a comida recién hecha, pude advertir que se trataba de un sueño y que, como un tiempo después colegiría Juan Carlos Díaz Martínez, mi amigo entrañable: “Te salió el hambre”.