Icono del sitio Cartagena en Linea

La maleta de los recuerdos: homenaje a tía Ángela

-. La última sonrisa de los Ripoll Batista

La última vez que vi a mi tía Ángela, su sonrisa seguía intacta. No esa sonrisa de protocolo que uno aprende con los años, sino la verdadera, la de los Ripoll: amplia y sincera. Esa que sobrevivió más de un siglo, resistiendo al olvido, al silencio que se instala cuando todos los demás ya se han ido.

Tía Ángela Ripoll Batista murió a los 101 años en Cartagena, en Amberes, un barrio donde los recuerdos parecen quedar atrapados entre la sal y las tejas. Pero yo la recuerdo mucho antes de eso, hace unos cuarenta y cuatro años, en los días lentos y soleados de Santa Catalina, cuando éramos niños y todavía creíamos que la Navidad llegaba con regalos que traía el Niño Dios.

Mis padres me permitían pasar las vacaciones donde mi amada tía Faride Tom, quien habitaba en la casa contigua a la de la tía Leo, hermana de Angela, y de la amorosa tía Nacifa. Allí me la pasaba con mis primos Adalberto, Miguelo, Nayibe, Alí Said, Gabriel Jaime, Aisha y Camilo. La tía Ángela venía de vez en cuando, dos veces al año tal vez, desde Barranquilla, donde trabajaba como enfermera cuidando a dos muchachos de una familia pudiente. “Giannina y Roberto Diego”, decía ella. Deben ser adultos ya. Lo cierto es que cuando cambiaban las estaciones en Estados Unidos y a esos jóvenes les renovaban el vestuario, mi tía hacía magia con lo que para otros era desecho.

Llegaba con su maleta cargada de ropa casi nueva —camisas con nombres en inglés, pantalones con dobladillos altos, chompas gruesas que olían a otro país— y empezaba la repartición como si fuera un ritual secreto de la infancia. A los hijos de Zaida, mi madre, que vivíamos en Santa Catalina, siempre nos guardaba algo. Empero, un diciembre de hace por lo menos cuarenta años, cuando ya empezaba a tener mis propios anhelos materiales, sentí que mi corazón se detuvo al ver una chompa de felpa azul que parecía sacada de una película gringa de invierno.

Fue amor a primera vista. Pero no estaba solo. Mi primo Alí Said también la vio. Él cogió una manga, yo la otra. Como dos vaqueros peleando por una bandera. Jalamos, discutimos, nos miramos con rabia infantil. Él era más pequeño que yo, así que me la dieron. Gané, y aunque hubo un pequeño resentimiento con mi querido primo Alí, la cosa no pasó a mayores, porque a él le tocaron varios suéteres de manga larga y una gorra. A Adalberto, Míguelo y a Gabriel Jaime les tocaron unos jeans como los que usaban los vaqueros que uno veía en las películas, y unos zapatos. Mi prima Nayibe y mi hermana Adibe recibieron juguetes y ropa fina de niña. Los demás primos, que eran los más pequeños, también tenían sus detalles.  A Gustavo Adolfo Cabrales, Tavo, le regalaron varios carritos de colección.

La chompa azul me acompañó todo diciembre. Me la ponía aunque hiciera calor. La lucía como se luce un trofeo, una victoria textil en medio de la escasez. Recuerdo que hasta fui con ella a la plaza de Santa Catalina. Nadie más tenía una igual. Era mi pequeña gloria.

Después, tía Ángela volvió a Barranquilla, pero no por mucho tiempo. Pronto llegó a Cartagena y se instaló definitivamente en la casa de mi tía Leo, junto a Gabriel Carmona, mi tía Hamall y Juani, donde se quedó más de treinta años. Allí fue tía, madre, abuela, compañía fiel. Una mujer menuda, de cabello blanco como espuma quieta, siempre con alguna frase entre pícara y piadosa, siempre atenta a todo.

La recuerdo en las sobremesas, hablando con los tíos, respondiendo con humor sus propias leyendas. Una vez, conversando entre risas, alguien comentó que tía Ángela era soltera, que nunca había tenido novio. Ella se rió con su manera frontal y respondió:

—¡Claro que tuve novio! ¡Y tuve marido también! Lo que pasa es que no me casé.

Así era ella: sincera, alegre, honesta sin aspavientos. Una mujer de Dios, sí, pero también de mundo, que pasó muchos veranos en Nueva York. Un alma tranquila que caminaba entre los vivos con la sabiduría de los que ya no temen nada.

Hoy, mis primos y yo, tocados por ese hilo invisible que ella supo tejer entre generaciones, le decimos adiós. Ya no queda ninguno de sus hermanos. Ya no están el tío Antonio, ni Rufino, Leonor, Moisés, Herminia, Elsa ni Celia. Ya no está la abuela María. Solo quedaba ella. La última sonrisa de los Ripoll Batista.

Ahora que ya no está, queda su estela. Queda la chompa azul en mi memoria, el eco de su risa, la certeza de que hay vidas sencillas que, sin buscarlo, se convierten en faros familiares.

Gracias, tía Ángela, por los regalos que trajiste, por los que no pudiste traer, y por enseñarnos que el cariño, a veces, cabe en una maleta.

Salir de la versión móvil