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Mi Mazatlán fue su canto, el mar su destino: adiós a Don Manuel Rodríguez Cabrales

Algunas personas se nos quedan grabadas por una canción.

A Manuel Rodríguez Cabrales lo conocí entonando Mi Mazatlán, esa ranchera que no parecía cantarla: parecía habitarla. En su casa celebraban un cumpleaños cualquiera, cuando un mariachi callejero comenzó a tocarla. Había risas en el aire, un abrazo amable en la noche… pero fue su voz la que le dio otro peso al momento. No era solo un invitado: era el alma del lugar.

Rubén Salazar, mi amigo entrañable, junto a Icelia Newman, su gran amor, fue quien nos llevó a aquella celebración. Siempre generoso, siempre abriéndonos la puerta a su gente, a sus afectos.

—Ese es mi abuelo —me dijo con la ternura de quien habla de un padre.

Y lo era. Porque Rubén no solo fue nieto de Don Manuel, fue también su compañero de vida, su apoyo constante, su espejo más cercano. Entre ellos no había distancia generacional, sino una complicidad amorosa hecha de años compartidos y silencios entendidos.

Desde entonces, lo fuimos viendo en otros cumpleaños, otras fiestas, siempre con Hilda —mi esposa— a mi lado. Cada vez que llegábamos, Don Manuel nos recibía con la calidez de quien ya nos conocía, aunque fuera la primera vez. Tenía esa rara capacidad de abrazar sin tocar, de acoger con la sola presencia. Cantaba Mi Mazatlán como si estuviera recordando los puertos donde dejó suspiros, despedidas y promesas.

Una vez me dijo, con su voz de agua quieta:

—Mi vida ha sido una danza por el mundo de los amores que dejé esperándome en los puertos —y reía, mientras se perdía en sus recuerdos.

Y en esa frase lo supe todo: marinero de alma y cuerpo, suboficial de la Armada Nacional, hombre de mundo, de disciplina y aventura. Lo conocían como Tun Tun, y navegó mares lejanos a bordo del ARC Gloria y otras embarcaciones, llevando el nombre de Colombia con el pecho erguido y el corazón a prueba de tempestades.

Pero su amor no solo fue por la patria y la familia. También por el fútbol, por esa pasión compartida en las tribunas. Hincha incondicional de Millonarios —ese amor azul que defendía como propio— y también del Real Cartagena, donde fue parte del grupo fundador de la barra La Barracuda. De su amor por el balón nació Los Embajadores, un equipo de barrio que fundó en Cartagena para formar jóvenes con carácter, disciplina y sueños.

Don Manuel fue padre del médico oficial del Real Cartagena, José William Rodríguez, y abuelo de Rubén y del artista @kevinr_music. Pero por encima de cualquier título, fue sobre todo un hombre bueno: sencillo, humanitario, alegre. Un hombre que dejó huellas profundas en todos los que lo conocimos, incluso en encuentros breves.

Hoy, a sus 84 años, Don Manuel ha soltado amarras y ha zarpado hacia otros mares. Se va con su voz llena de viento, con Mi Mazatlán como himno de despedida. Se va, pero se queda: en la memoria de su familia, en el corazón de su nieto Rubén —quien lo amó y lo cuidó como a un padre— y en el eco de cada canción que alguna vez lo hizo sonreír.

Yo me quedo viéndolo cerrar los ojos y cantar.

Me quedo con su voz, su risa, su historia.

Me quedo escuchando Mi Mazatlán,

porque hay hombres que no mueren: solo navegan más lejos.

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