Lo que hace apenas tres días fue motivo de celebración en Cartagena —el inicio de la recuperación de colegios en ruinas, proyectos largamente esperados por más de 12 mil estudiantes— hoy se convirtió en un foco de indignación. La suspensión de las obras, ordenada por la jueza Novena Penal Municipal Elizabeth Araújo, en respuesta a una tutela interpuesta por Lía Margarita Muñoz, política del Pacto Histórico y excandidata a la Alcaldía, desató el rechazo de obreros, padres de familia y líderes comunitarios.
En el colegio Santa María, donde ya se adelantaban las primeras labores de reconstrucción, un grupo de trabajadores de la construcción alzó la voz. Dicen sentirse directamente golpeados por la decisión, pues muchos habían encontrado en estas obras una oportunidad laboral para sostener a sus hogares.
“No solo son los niños a quienes quieren aplazarles el sueño de estudiar en un colegio digno; también somos los obreros que ya contábamos con este empleo. Se frena la emoción de estudiantes y padres de familia, y además se nos afecta a nosotros, que tenemos familias que mantener. Si la gente se queda sin trabajo, eso también puede traer más inseguridad”, manifestaron en conjunto.
La suspensión no solo toca fibras en el sector educativo, sino también en la economía local. Son decenas de maestros de obra, ayudantes, ingenieros y profesionales que habían sido vinculados al proyecto y que hoy ven en riesgo su estabilidad laboral.
A la par, diversas voces cuestionan la motivación de la tutela. Señalan que Muñoz trabajó hasta hace pocos meses como contratista de la Alcaldía con una Orden de Prestación de Servicios, lo que hace pensar en una retaliación política o laboral justo en plena campaña electoral.
El contraste no podría ser más fuerte: lo que se vivió con júbilo durante el inicio de las obras —con comunidades celebrando el fin de décadas de abandono escolar— se transformó en frustración e incertidumbre. Barrios como 20 de Julio, Antonio José de Sucre, Cerros de Albornoz y el mismo Santa María hoy sienten que se les arrebata un derecho ganado: el de ver a sus hijos estudiar en condiciones dignas.
El caso, más allá de lo judicial, pone sobre la mesa una pregunta de fondo: ¿hasta dónde pueden llegar los intereses políticos en un tema tan sensible como la educación y el empleo de cientos de familias cartageneras?