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Un adiós para Pelencho

Acababa de cumplir 17 años cuando, en el segundo sorbo de su primera cerveza, Francisco Manuel Castro Coneo proclamó con entusiasmo ante un grupo de venerables cataneros: “Me siento Pelencho, la verdad es que me siento Pelencho”. Aquella frase, dicha en un momento de alegría desbordante, le otorgó el sobrenombre que lo acompañaría por el resto de sus días. Hijo de Epifanio Castro y la gran “Mayo” Coneo, dos personajes ilustres y queridos de nuestra amada Santa Catalina, Pelencho heredó la nobleza y el espíritu alegre de sus padres, quienes eran reconocidos bailadores y figuras sociables y entrañables de la comunidad.

Conocí a Pelencho, desde que era un niño. De carácter firme y con una seriedad imperturbable, era un hombre tranquilo, de pocas palabras, pero con una gran capacidad para interiorizar sus pensamientos y emociones. Su serenidad era su sello distintivo; pocas cosas lograban alterarlo, aunque quienes lo conocían bien sabían que su calma escondía una profunda reflexión interna, que a veces expresaba con gestos. Era un alma bondadosa que nunca se metía con nadie, y así educó a sus hijos: Pacho, Catalina y Dinaris, con el mismo silencio prudente y la misma sabiduría discreta.

Recuerdo nuestras madrugadas compartidas. Cuando me levantaba temprano para acompañar a mi padre, Anuario Therán Ruíz, a tomar el bus hacia Cartagena, en sus viajes al Real del Obispo, Magdalena, siempre encontraba a Pelencho en la parada, ya en camino a su trabajo en una Supertienda Olímpica de la ciudad. A pesar de su carácter reservado, conmigo siempre fue jovial.

Un recuerdo en particular se me viene a la mente, de cuando yo había cumplido 17 años. Estaba a punto de entrar a la caseta para disfrutar de los últimos éxitos del Vallenato de Locura cuando encontré a mi amigo Toñito Castro, sobrino de Pelencho, junto al kiosco El Chismoso. Con un vaso lleno de cerveza fría en la mano, Toñito hacía alarde de ser un bebedor experimentado. Pelencho, con su habitual tranquilidad, lo advirtió y buscó un vaso de electroplata, añadió dos pedazos de hielo y vació con cuidado una cerveza Águila enterita para dármela. Los dos reímos, y desde ese día compartimos una complicidad que fortaleció nuestra amistad.

La muerte de Pelencho, como la de tantos otros cataneros que ya se han ido, me ha dolido profundamente. Era un hombre atento y servicial, cuya callada presencia transmitía confianza y respeto. Aunque hablaba poco, cuando lo hacía, sus palabras eran sabias y llenas de sentido. Era un verdadero amigo, porque eso fue lo que aprendió en su hogar, rodeado de amor y valores. Sé que sus últimos años los vivió en paz, y la última vez que lo vi, recordamos juntos mi niñez y su juventud, con esa sonrisa cómplice que siempre nos unió.

Hoy, envío mis más sentidas condolencias a su esposa Mariela, a sus hermanos Raquel, Magdalena, Emira, Mingo, Amelia, Lucho, Felipe, a Jacob, su sobrino mayor, y a toda su familia. Sé que a estas alturas, Pelencho se ha reunido con Epifanio y Mayo, y que, seguramente, estarán bailando el porro “Catana”, de Rufo Garrido, que tanto les gustaba. Santa Catalina ha perdido a un gran hombre, pero su legado de bondad, respeto y alegría permanecerá siempre en los corazones de quienes tuvimos la dicha de conocerlo. Hasta luego, amigo Pelencho.

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