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Apariciones: “La pata parida, el jinete sin cabeza y…”

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En la época en que la oscuridad reinaba en Santa Catalina, por efectos del mal servicio de energía que prestaba la extinta Electrificadora de Bolívar, siendo un mozalbete de escasos 14 años, una noche decembrina ocurrieron hechos raros sin explicación alguna.

Para 1985 no había otra diversión para los adolescentes de mi pueblo que visitar el parque y reunirse en grupos a hablar de lo divino y lo humano. Esa noche nos pasamos de la hora de partida, escuchando historias del más allá, y sólo advertimos que era tarde por el canto de la lechuza, justo antes de que se fuera la luz y quedara el villorio a oscuras y silencioso, pues el pick up del barrio Cajagual se apagó.

Recuerdo bien que esa noche estábamos sentados en el parque: Germán Lora, Antonio Castro Romero, Guillermito López, Oscar Romero, Elvis Montes, Ever Ortiz y yo. Antonio Castro, quien hacía alarde de comandante, pues a los 15 años cargaba en el cinto el revólver 38, cañón corto, Smith & Wesson, americano para más señas, que sacaba a escondidas de su casa, según él para protegernos. Esa noche salió decidido a matar al espanto que le saliera. Para esos días se escuchaba decir en Santa Catalina que la mala hora rondaba el pueblo y que unas brujas de la zona del mar andaban enamoradas de unos cataneros, por lo que todos los días se escuchaban cuentos de gente que había sentido el relincho de un caballo negro, bien aperado, con silla y freno de oro, pero montado por un hombre al que no se le veía la cabeza. Por esa razón el susto estaba regado como la verdolaga.

I

Sentados en una banca del parque, diagonal a la casa de la profesora, Rosa Varela, sentimos como el reloj alemán, campanero, de pared, marca Jawaco, daba las 12:00 am.

Todos nos levantamos, al unísono, mirando hacia la iglesia y haciéndole reverencia a Dios, asustados porque todo el tiempo nos habían dicho que era una hora mala donde las brujas y espantos salían a realizar sus macabras actividades. Además, como tarde debíamos estar en casa  las 10 pm. El hecho fue que Germán Lora Caro y Guillermito López, con la venia del comandante Castro, decidieron que debíamos salir juntos del parque, pasar por el Palacio Municipal, y al llegar a las Cuatro Esquinas dispersarnos para que cada quien pudiera llegar a su casa solo, escogiendo el camino más corto.  Esa noche la luna resplandecía y todo estaba claro. En realidad parecía de día, pues desde el parque podíamos ver la plaza, la Caja Agraria, el billar, la Kz 25 de Noviembre, el pretil alto de Eco y el alar del kiosco El Chismoso. Cuando decidimos caminar, cual pelotón de soldados, dirigidos por Toñito Castro, quien sacó el revólver por si acaso nos salía el jinete sin cabeza y lo llevaba en la mano derecha apuntándole a todo y nada. Caminamos unos minutos, pero al llegar a los bajos de la Alcaldía, el cielo se ennegreció, casi no podía verse nada, cuando sentimos el parpeo de cientos de paticos (Cuaa, cuaa). Dice Guillermito López 36 años después que pudo ver un animal enorme de color blanco que caminaba delante de nosotros con mas de mil paticos detrás. Caminábamos rápido tratando de pasar inadvertidos ante semejante “cosa”. En ese momento podíamos sentir su respiración pulmonar que mostraba su agitación. No recuerdo quién, pero en el afán de pasar, uno de nosotros pisó un patico y entonces la madre se enfadó tanto que nos correteó lanzando picotazos.

“Corran que la pata nos agarra”, dijo Toñito con el revólver en el brazo derecho, y todos emprendimos la huida. Guillermito López, quien para ese entonces practicaba atletismo en el colegio La Salle, de Cartagena, iba adelante. De segundo iba Elvis Montes, a quien le decíamos “El Pollo”, por su agilidad para moverse, y los últimos del pelotón éramos Oscarito Romero y yo. Lo cierto es que llevábamos huyendo de la pata,  que seguía haciendo ruidos ininteligibles que nos atemorizaban, como 7 minutos, pero no salíamos de las frondosas sombras de los árboles situados frente al Palacio Municipal. No habíamos recorrido 300 metros, ya cansados y sudorosos, cuando el comandante Castro dijo:

“Esto no es cosa de este mundo. Apretó el gatillo del revólver y después del sonido ensordecedor del disparo comenzó a rezar el padre nuestro en voz alta aplicando lo que una vez si tío Mingo le había enseñado. La luna volvió a salir y la pata había desaparecido, pero sentíamos aún el cua cua de los paticos. Nos detuvimos para, en medio de jadeos,  advertir que no habíamos avanzado un centímetro, pero el susto aumentó cuando aparecieron dos policías buscando al autor del disparo y entonces si, en menos de cinco segundos, habíamos llegado a las Cuatro Esquinas más famosas de Santa Catalina y retozamos en la piedra grande que había frente a la casa de Roberto y Candé. Nadie habló más, Elvis Montes, se devolvió con la misna rapidez y entró por el portón de su casa, a escasos metros de dónde estábamos, le siguió Oscarito, quien se voló la cerca de la Tienda Nueva, luego Germán Lora cuya casa estaba cerca y el último de ese combo fue Guillermito López, quien partió cual gacela derechito hasta la parada para luego llegar a su casa por La Cordialidad.

Los últimos fuimos Toñito Castro y yo. Decidimos caminar pausado y hablar de un tema diferente al miedo.

II

Alcanzamos a reirnos del susto por la pata fantasma y a tomar confianza de nuevo cuando al llegar a la casa de Melquicedeth Calderon y Lina Ibáñez sentimos el relincho de un caballo que hizo que el miedo invadiera nuestras existencias. A estas alturas ya el comandante Castro había desenfundado su arma letal, pero mientras caminábamos hacia la esquina del difunto Marcial Ripoll, un hombre tan grande como manso, se apareció el caballo negro, con  silla de oro y montado por un hombre al que no le vimos cabeza. Mi amigo Toñito lo esquivó y huyó hacia su casa, mientras yo tome la Calle 12 para llegar a mis aposentos. En esos 30 segundos que demoró mi carrera contra la muerte sentí en la nuca la respiración del caballo, pero logré entrar a la casa empujando la puerta con mi pecho. Me asomé a la ventana y vi el caballo que se paraba en la esquina de Jose Armando Villanueva.  Mis padres se levantaron y me reprocharon por llegar tarde. Mi madre amada me dio un vaso con agua de azúcar y me acompañó hasta que caí en los brazos de morfeo.

Al día siguiente el chisme se regó como pólvora y, entonces, todos nos preguntaban y nosotros, cuál héroes, contábamos esta historia. Asi te recuerdo Santa Catalina de mis amores.

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