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A los 110 años murió Adolfo Camacho Ripoll, el hijo más longevo de Santa Catalina

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Santa Catalina, el pueblo donde la gente que no tiene nada lo da todo, amaneció envuelto en una quietud antigua, como si el tiempo hubiera decidido detenerse para rendir respeto. El aire cargaba una nostalgia espesa y las campanas parecían sonar más lento, anunciando que había muerto el hombre más longevo del pueblo. Adolfo Camacho Ripoll, nacido el 14 de abril de 1915, cuando el siglo aún no tenía memoria, cerró los ojos a los 110 años con la serenidad de quien cumplió su palabra con la vida. Murió tranquilo, vencido por una neumonía, sin sobresaltos ni lamentos, fiel a su manera pausada y puntual de estar en el mundo.

Aunque llevaba más de medio siglo radicado en Cartagena, jamás dejó de pertenecerle a su terruño. Santa Catalina fue siempre su norte y su regreso, aun cuando la distancia lo separaba. Porque hay hombres que no habitan un lugar, sino que son el lugar. Y Adolfo lo era: memoria viva, referencia moral, ciudadano ejemplar cuya sola presencia imponía respeto sin necesidad de palabras.

Hijo mayor de Isaac Camacho y Aminta Ripoll, conoció temprano la disciplina del trabajo. En el trapiche de su padre, en la finca Santa Elena, en la Loma del Guayacán, aprendió que el esfuerzo dignifica y que la puntualidad también es una forma de honradez. Fue agricultor antes que nada, luego profesor, político, funcionario público y, finalmente, almacenista, oficio del que se pensionó con la tranquilidad de quien nunca le debió nada a nadie, ni siquiera al tiempo. Administró su pensión con rigor casi sagrado, como administró su vida: sin derroches, sin atajos.

Tuvo catorce hijos con tres esposas y hoy le sobreviven once, además de una descendencia que aprendió de él el valor de la palabra cumplida. “Tenía carácter, pero no era grosero”, recuerda su nieta Xiomara Camacho, como si describiera una autoridad que no gritaba porque no lo necesitaba. Era un hombre de principios, conservador de ideas y de conducta, convencido de que el progreso solo es verdadero cuando no arrasa con la dignidad.

En Cartagena dejó una huella que todavía respira: fue fundador del barrio Los Caracoles, un gesto que confirmó su vocación de constructor de comunidad. Declamaba versos cuando la nostalgia se lo pedía, cantaba con alegría discreta y siempre andaba bien vestido y emperfumado. Le decían “Piropito” porque fue galante hasta en la vejez, amable en el trato, elegante en el gesto. Tenía buen genio, era campeón de dominó, amante del béisbol y el boxeo, devoto fiel de la Virgen de Santa Catalina y puntual como un reloj antiguo que jamás se detuvo.

Le sobreviven también sus hermanos Evelio, de 90 años, y Ernesto Camacho, de 106, como si la familia hubiese firmado un pacto secreto con la longevidad. Adolfo se fue con un deseo intacto: ver a su pueblo con agua potable, próspero y justo. Murió queriendo todavía, que es quizá la forma más honrada de despedirse.

Su sepelio fue en Cartagena, la ciudad que lo acogió durante más de cincuenta años, pero el camino hasta el cementerio fue también un regreso simbólico a Santa Catalina. Cientos de paisanos lo acompañaron, como si el pueblo entero hubiera decidido caminar detrás de su historia. No era un entierro: era un acto de gratitud colectiva.

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Y así, Adolfo Camacho Ripoll dejó de ser solo un hombre para convertirse en ejemplo. No lo despidieron: lo consagraron en la memoria. Porque los ciudadanos ejemplares no mueren; se transforman en brújula. Desde hoy, Santa Catalina sabe que su hijo más longevo no descansa bajo tierra, sino que vigila desde la conciencia del pueblo, esperando —con la paciencia que le enseñó la vida— que algún día el agua llegue, el progreso cumpla su promesa y la dignidad siga siendo la herencia más sagrada.

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