A las doce en punto, cuando el sol se pone bravo y Cartagena humea como un caldero, aparece él, brillando en la intersección de La Tenaza. No es estatua, tampoco holograma. Es Diomedes Díaz en cuerpo ajeno, encarnado por Jhony Aular Oropeza, un hombre que le canta al tráfico con la piel pintada de plata y el alma templada por la fe.
Jhony tiene 36 años y un oficio de otro mundo: resucita leyendas en los semáforos. Se pinta con una mezcla de crema y aceite, se viste con la nostalgia del vallenato y sale a enfrentar la calle como quien sale a escena. Lleva siete años en esto. “El arte me enseñó a trabajar, a no depender de nadie”, dice, con esa voz que parece hablar desde el andén de la vida.
Aprendió viendo a un Carlos Vives de imitación, otro artista callejero que le mostró el camino del disfraz y la resistencia. Hoy su tarima es el asfalto, su camerino una pensión en Lomas de Perare, y su gira abarca Cartagena, Barranquilla, Santa Marta y Bogotá, con paradas fugaces en cada luz roja.
En La Tenaza, cuando el semáforo manda a frenar, él canta. Mueve los labios, gesticula como el Cacique, agita los brazos como si saludara desde un balcón invisible. Y por unos segundos, Diomedes vive de nuevo, plateado y glorioso, en medio del humo y el claxon. Los carros se detienen, los celulares se alzan. Algunos le lanzan monedas, otros solo una mirada. “El que quiere colaborar, colabora de corazón. Y el que no, también… como todo”, dice, con la filosofía sencilla del que ya lo ha visto todo.
El video que ahora lo vuelve viral lo grabaron Jorge Peralta y David Idárraga, dos realizadores que quedaron atónitos con el brillo, la entrega, la escena. Porque no todos los días uno se topa con Diomedes cantando en una glorieta, cubierto de plata como salido de un cuento de Gabo o un sueño costeño.
Hasta Cristina Martínez, agente del DATT, se rinde. “Ese es Diomedes”, afirma sin una pizca de burla. Y claro que lo es. Porque esta ciudad tiene licencia para torcer la lógica: aquí los muertos cantan, las esquinas suspiran y los semáforos aplauden.
Jhony quiere trabajar en el Centro. Pero le piden un permiso. “Esto es arte, no hace daño. Es maquillaje artístico, no tóxico. Solo quiero seguir cantando”, dice. No lo mueve la plata –aunque se pinte con ella–. Lo mueve la memoria. Lo mueve la música. Lo mueve la certeza de que hay gente que, por treinta segundos, necesita creer que Diomedes no se ha ido.
Y así, bajo ese sol que no perdona, entre motos, buses y turistas, Cartagena se entrega por un instante al delirio. Porque en esta ciudad, hasta los fantasmas cantan. Y brillan.