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El sancocho de piedra

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En Santa Catalina, en octubre del año 1988, la comida escaseaba. Las tiendas permanecieron cerradas por días. El huracán Johan —ese que vino rugiendo desde el Caribe— no solo tumbó árboles, arrancó techos y desbordó los caños. También trajo consigo la sigatoka negra, la plaga que mató los cultivos de plátano, y con él, una parte del sustento del pueblo. Durante al menos tres días, nadie pudo salir a sus cultivos ni a realizar sus faenas diarias debido a la intensidad de la lluvia.

La lluvia no cesaba. El viento golpeaba las ventanas como si quisiera entrar a terminar lo que ya había empezado. Nadie salía. Nadie hablaba en voz alta. Para el almuerzo no quedaba nada. Y el hambre ya no era un murmullo: era una presencia. Adibe, Zaida y Abraham —mis hermanos— dijeron, titiritando de frío, porque hasta la temperatura cambió, que tenían hambre. Mi amorosa madre, Zaida Tom, también lo expresó con esa mezcla de resignación y tristeza que solo las madres saben contener.

Fue entonces cuando mi padre —Anuario, o Nayo, como todos lo conocían— se inventó el sortilegio. Una manera de convertir la nada en algo. Un truco de amor más que de cocina. Nos dijo: “Vamos a hacer un sancocho de piedra. Ya verán”.

Mi hermano Abraham y yo salimos al patio, empapados de lluvia, a recoger unas piedras blancas, lisas, que parecían de río. Bajo sus órdenes las lavamos con esmero, como si fueran verduras. Y las pusimos a hervir en una olla con agua de lluvia. A falta de carne, cocinamos dignidad.

Fuimos después a La Troja, mandados por él —quien sonreía con esa picardía silenciosa que le conocíamos bien— a cortar cebollín. Sacamos una col que todavía aguantaba en la tierra, y encontramos un tomate pequeño, parido por la mata que habíamos sembrado meses atrás. Luego, revisamos los nidos de las gallinas: uno guardaba dos huevos, otro tres. Y en la alacena había otros dos, como si la necesidad los hubiera hecho aparecer.

Mi padre sazonó la sopa con lo que encontró: un poco de sal, medio cubito de caldo de gallina que aún quedaba en la alacena. Revolvió con cuidado. Probó. Sonrió. Y antes de servir, nos pidió que sacáramos las piedras.

Ese mediodía comimos. No como se come en los banquetes, sino como se come cuando el alma necesita creer. No por el sabor, sino por la lección: que incluso en la escasez, si hay imaginación y amor, es posible hacer magia.

A veces pienso que crecí en un lugar con poco, pero lleno de todo lo que importa. Y cada vez que llueve, o cuando el hambre asoma su cara, me acuerdo de mi padre, de mi madre, de mis hermanos… y de aquella olla humeante que nos enseñó que, incluso con piedras, se puede alimentar la esperanza.

Hoy mi padre ya no está, pero sigue vivo en estas memorias que no se marchitan. En sus gestos sabios, en sus silencios llenos de sentido, y en ese sancocho que no fue más que un acto de fe. En cada historia que recuerdo de él, sigue enseñándome que la vida, a pesar de todo, se defiende con amor.

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