Santana Flórez es un viejo que, desde hace sesenta años, todas las madrugadas se levanta a contemplar el río. Algunos hombres parten a pescar para alimentar el cuerpo, pero él sale a la labor sublime de alimentar el espíritu. Hoy se ha despertado temprano para contemplar un crucero que, después de seis décadas, volverá a surcar las aguas del Río Grande de la Magdalena.
Con sus 85 años a cuestas, un “harem” de tres esposas, 18 hijos a bordo y 84 nietos, este prolífico patriarca no puede romper el ritual que repite cada madrugada. Según él, el río se ha vuelto parte de su vida. Una de esas mañanas tibias permanecía en el muelle, escrutando el horizonte oscuro con sus ojos azules y cansados, endurecidos por las vigilias de pescador. De pronto, con la emoción de un niño que descubre un secreto, levantó el dedo índice y susurró: “va a llover”. Minutos después, las primeras gotas tamborileaban sobre los techos oxidados del caserío: se había cumplido el oráculo del viejo.
Hoy, de nuevo, se ha levantado de su litera y, con la disciplina de los estoicos, toma el camino que lo lleva al muelle de un municipio del sur de Bolívar, de calles polvorientas. Mientras se alejaba en medio de una aurora azulada, una voz femenina lo detuvo:
—¿Pa’ dónde vas, viejo?
Era su hija, envuelta en una manta multicolor.
—Voy a ver el crucero —respondió él.
Ella soltó una risotada:
—Viejo, no pierdas tu tiempo en eso. Ese crucero no va a pasar por aquí. El río está muy sedimentado, y la plata para dragarlo se fue como agua entre las manos de los políticos corruptos. Eso es para los ricos, para turistas extranjeros. ¿Cuándo vamos a montar nosotros en una cosa de esas?
Con resignación, ella atizaba el fogón y colocaba una olleta con agua para el primer café del día. Hubo un silencio. El viejo vaciló un momento, pero al final siguió su camino hacia el puerto, acompañado del canto incesante de los gallos.
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El año anterior, como un flautista de Hamelín, Santana lideró una procesión de hombres silenciosos que seguían sus instrucciones al pie de la letra, defendiendo el último terraplén que impedía al río tomarlos por asalto. Las inundaciones, causadas por la sedimentación y los jarillones construidos por finqueros, habían bloqueado caños y ciénagas. En lo que queda de esos cuerpos de agua, se ven manadas de búfalos meditabundos, hundidos hasta la mitad en el barro.
El día que la inundación parecía inminente, Santana emergió como un fantasma por una calle polvorienta. Parecía más delgado y más alto. Llevaba un par de peces colgados de las manos, seguido por un gato que le maullaba. Hombre y animal doblaron la esquina y se internaron en una casa azul intenso, donde siempre lo espera una mecedora de mimbre. Ahí pasa los días, viendo la vida por la ventana.
Hoy escucha pacientemente a un amigo que ha venido a hablarle sobre los cruceros de lujo que ya navegan el Magdalena. Son de una multinacional experta en viajes fluviales llamada AmaWaterways. En la pared cuelga una fotografía de un paisaje suizo con vaquitas nórdicas, una reproducción popular entre los pobres; un muñeco de felpa abandonado adorna la mesa junto a flores artificiales. La conversación entre los dos viejos gira en torno a los barcos de antaño, como el mítico David Arango, el “Titanic del Magdalena”, que sucumbió a las llamas en Magangué.
En el fondo, una puerta trasera abierta deja ver una tendereta de ropa colorida que parece una carpa de circo pobre. Una joven encorvada sobre una batea termina su faena. Tiene las manos blancas y arrugadas como las de un batracio. Se seca, rodea la casa, escucha un momento la tertulia y, agotada, se deja caer sobre una vieja poltrona. Hojea con avidez un catálogo pasado de moda. Ya le importa un carajo lo que hablan los viejos.
Un abejorro entra como kamikaze, roza las aspas aperezadas del ventilador de techo y cae a los pies de una mujer corpulenta de cejas milimétricamente depiladas. Es la misma que, en la madrugada, le dijo al viejo que no perdiera el tiempo. Legendaria guerrera de mil dietas, rodea en actitud territorial una hornilla que despide humo perpetuo, revuelve una olla humeante y entrecierra un ojo por el vapor.
Santana se levanta, mira por la ventana desportillada y sonríe como niño: el gato que lo seguía ahora es acosado por un cachorro que lo mantiene a raya.
—¿Qué vas a comer, viejo? —pregunta la mujer, destapando la olla.
—¿Qué hay? —responde él, sin mirarla.
—Pescado —dice ella con resignación, y lo observa como si esa palabra fuera nueva.
—Bueno, si eso es lo que he comido desde hace cincuenta años… Sírvenos pescado —ordena él.
El otro hombre sonríe en silencio.
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Caída la tarde, Santana se sienta a mirar el río. Recuerda al David Arango, con orquestas y papayeras, lleno del abolengo barranquillero que disfrutaba sus parrandas sin pudor. Cada ocho días salía a verlo desde el puerto. Una vez, mirando a todos lados para asegurarse de estar solo, le confesó a su prometida:
—Si te vas conmigo, amor, te prometo que viajaremos en un barco de esos.
Ella se ruborizó al ver a las mujeres en cubierta pavonearse entre hombres bien vestidos. Días después, Santana cruzó una vieja cerca de alambre de púas con una valija en mano y el corazón al galope. Bajo la luna, se precipitó en brazos de su amada, mientras en la casa de una matrona se consumaba el matrimonio.
Poco después, escuchó en Radio Sutatenza la noticia: el David Arango se había incendiado en el puerto de Magangué. No fue el agua quien lo hundió, como al Titanic, sino el descuido de una camarera que dejó una plancha caliente sobre una sábana. Con el barco se esfumaron también los sueños de la niña Ceci y del joven Santana.
“Eso fue hace mucho tiempo” —dice el viejo, incorporándose de su mecedora. Afuera la tarde cae inexorable. Su amigo se despide. Santana se queda en silencio, meditando sobre los nuevos cruceros, que cuestan entre quince y treinta millones de pesos. Recuerda nombres de barcos ya extintos: Guadalupe, Monserrate, David Arango…
“El río se ha sedimentado porque las ruedas hidráulicas de los barcos ya no remueven las aguas”, dice con una teoría suya. “El río se está muriendo. Y los barcos no volverán”.
Se lo dice a la mujer corpulenta, pero ella no lo oye: está absorta en la telenovela de turno. El viejo vuelve al muelle, como cada madrugada, con la esperanza de ver emerger al fantasma del David Arango, como Jack Sparrow al Perla Negra. Pero lo único que ve son planchones acorazados que suben río arriba, cargados de mercancía suiza.
—¿A cuál de las tres quisiste más? —lo interrumpe la mujer, bajando el volumen al televisor y dejando el plato sobre la mesa. Lo observa con ojos enormes, como si llevara 37 años esperando esa respuesta.
Santana entrelaza las manos, sus ojos brillan. Piensa, rebusca una frase, y suelta una carcajada:
—A todas.
*Sacerdote. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Santander. Premio de periodismo pluma de oro APB en las categorías de crónica y reportaje años 2018- 2019 – 2022– 2023- 2024.