Hasta el centro histórico de Cartagena, justo donde las piedras milenarias ya no susurran glorias coloniales sino quejidos de historia, apareció ella: la cachaca. Una mujer blanca, de buena figura, forastera tal vez del altiplano, de ésas que vienen buscando el mar y encuentran el tedio.
Amaneció allí, quieta como una estatua sin pedestal, recostada contra el mármol del monumento a Los Pegasos, que hace poco restauró el alcalde Dumek Turbay con fuegos de artificio y cinta tricolor. Pero nadie se atreve ya a mirarlo de frente porque hiede. Las meretrices y los señores de la noche lo han convertido en sitio de pernoctación, letrina, altar profano de lo sórdido. Y ella ahí. Inmóvil. Respirando pesares. Respirando podredumbre. Respirando orines.
A su alrededor, el mundo hervía entre olores espesos, mientras las náuseas trepaban por las patas de los pegasos y se colaban por las narices de los desprevenidos. Turistas con cámaras, vendedores de cervezas, policías somnolientos, hombres y mujeres que se ejercitaban le pasaban al lado. Y ella ahí. Con los zapatos rotos y el alma aún más. Abatida, pero no vencida.
No pedía nada. Ni agua, ni ayuda, ni mirada. Solo estaba. Era la imagen misma de Cartagena cuando amanece y la ciudad se olvida de sí.
Dicen que a veces musita una oración sin fe, que no espera a nadie. Pero uno la ve así, tan sola, tan vencida de belleza, y no puede evitar pensar que está esperando a Dios. Que algún día, quizá al anochecer, Dios baje del cielo en forma de María Mulata —negra, libre, escandalosa— y le dé un beso con su pico en la boca. Un beso que no huela a orines ni a fracaso. Un beso que le devuelva la dignidad humana que anda buscando desde que llegó a esta ciudad que está recuperando su brillo, mientras algunos insisten en seguirla mancillando.