Manga era un barrio de casas grandes con patios llenos de árboles frutales, donde siempre se respiraba en el aire un aroma de café recién hecho. Estufa que se respetara siempre tenía puesta una ollita tiznada con café caliente. A mediados de abril el aroma del barrio cambiaba, se imponía un olor a mango maduro que duraba hasta entrado junio. Cada vez que llovía solo a través de chiflidos y silbidos nos comunicábamos y salíamos en pantalones “mochos” y a pie descalzo a recorrer las calles y los patios de los vecinos para recoger los mangos que las brisas y lluvias tumbaban. Toda esta fiesta finalizaba en una sumergida en el agua salada de la Bahía en el Club de Pesca.
Teníamos puntos y horas para encontrarnos, pero lo normal era ir de casa en casa de los amigos chiflando para ir armando el grupo. Era un reloj biológico que nos indicaba a todos las horas y sitios para encontrarnos.
Los viernes nos reuníamos después de la cena en la esquina del semáforo, en el cruce donde inicia la Avenida Jiménez y la Avenida California. Nos sentábamos mirando hacia la Avenida Jiménez, a la casa donde primero vivieron los Benedetti Quintero y luego la familia Torres Echenique. En la otra esquina a mano izquierda, estaba la casa de las famosas profesoras Miranda, Anita y Celita, y enfrente a ellas, la casa de los Berastiguí Segovia. Nos separaba la avenida Lácides Segovia. Ahí en esa esquina nos sentábamos todos en un pretil de 30 centímetros de alto, que nos servía de silla, mientras se tomaban las grandes decisiones. Después de todo nunca supe quienes vivían ahí. Ese era nuestro punto de encuentro y de partida, pues algunos nos íbamos a cine, otros salían de ahí a visitar a las novias. Allí se conseguía un vestido entero, si el protocolo de la fiesta lo ameritaba o un saco que jugara con el color del pantalón. Se hacían préstamos de bajas sumas de dinero. En fin era un sitio de información fresca de los últimos acontecimientos. Nosotros admirábamos a los amigos mayores y ellos nos cuidaban como hermanos menores.
- Efraín Elías Yaber Díaz.
De ahí salíamos, caminando, hacia los teatros de la Calle Larga, pero todo el camino estaba plagado de situaciones pintorescas. En el “camino hacia el cine”, así lo llamábamos, partíamos a la 05:45 de la tade para la vespertina porque la otra función arrancaba a las 08:45 PM. Cogíamos por la Avenida Lácides Segovia y al finalizar nos encontrábamos directamente con un playón, en donde se parqueaban casi todos los buses de nuestros corregimientos vecinos a descargar los productos que venían a surtir el Mercado del Arsenal. Filas de carretillas movilizaban la mercancía hacía las galerías del Mercado del Arsenal. Esas filas de carretilleros cargados y metiéndole el hombro a las carretas para poder subir el puente, me hacían recordar el trabajo de las hormigas abasteciendo sus nidos. Aunque ya a esa hora la actividad había bajado y quedaban pocos buses solo con los ayudantes del chofer, ahora llamados sparring, quienes a grutos anunciaban su partida: “Se va el ultimo”.
Subíamos directamente por el Puente H.L. Román que unía a Manga con Getsemaní. Al llegar a la parte alta del puente, realizábamos una parada técnica para ver quién había quedado rezagado y esperarlo. Era una costumbre por el alcance visual, que nos permitía la altura del puente. Allí hablamos con los que se encontraban pescando, pues era habitual encontrar siempre a los mismos pescadores que ya tenían su puesto fijo en algunos puntos que ellos consideraban privilegiados porque ahí picaban más los peces sus carnadas, teniendo como siempre de vigías a los alcatraces que se lanzaban como misiles en picadas, anunciando los cardúmenes de peces. Igual, aprovechamos está parada para intercambiar información, por si alguno había tenido últimamente problemas con alguien del Getsemaní. Esto para estar pendientes al cruzar porque si nos los encontrábamos, lo más seguro, tocaba tirar trompadas. Para ese entonces, Manga gozaba de buen prestigio por la calidad de sus peleadores y tocaba andar con cuidado. Normalmente siempre existían treguas, pero en algunas ocasiones se rompían y se armaban ls tradicionales muñequeras.
Ya al bajar el Puente Román, nos impactaba la imagen de la Virgen del Carmen, erigida en la parte superior de la muralla, al lado izquierdo, que con su miranda lánguida custodiaba la Calle del Arsenal. Esta entrada nos ponía directamente sobre la Calle Larga, la cual siempre la recuerdo hasta en mis sueños como un túnel oscuro, por lo mal iluminada y lo estrecha. La perspectiva jugaba con los balcones y los juntaba en la parte superior, dando la sensación que los vecinos que vivían frente con frente podían hablar entre ellos sin necesidad de gritarse.
Este panorama solo cambiaba unas semanas antes de la Fiestas del 11 de Noviembre, en donde esta calle se convertía en una galería de colores que la iluminaban y alegraban. Los colores del trópico tienen la facultad de poder alumbrar sin generar luz, aunque nunca he podido entender el porqué de este fenómeno. Debe ser porque animan y al estar uno alegre ve todo con más claridad. Para esta época se llenaba la calle de toda clase de disfraces que se colgaban en la puertas, ventanas y paredes. Se podían encontrar todos los que uno se quisiera imaginar, desde las caretas y capas de los mejores luchadores mexicanos, hasta el mejor disfraz del Zorro, el del Llanero Solitario que siempre andaba acompañado de su amigo Toro. Nunca le encontré razón a esto de Solitario, y hasta dudas tuve de esa relación, pero bueno, en verdad aquí quien reinaba en esos días era su majestad el “Capuchón”, que eran colores inimaginables. Era una tradición muy arraigada en todos nosotros. Ir al Bando del 11 de Noviembre sin un capuchón, era como andar desnudo. Normalmente, nos amarrábamos las mangas de la camisa alrededor del cuello, y nos la poníamos de capucha. El resto quedaba atrás como una especie de capa. Los bolsillos quedaban libres para meter los buscapiés y la maicena..
Era normal encontrar frente al Callejón San Juan, otro callejón que nos llevaba directo a la calle de El Arsenal, era el callejón Vargas. En esa esquina existían vendedores ambulantes de las diferentes cosechas de frutas. Nuestras favoritas eran la ciruela y el aguacate. Era casi que obligatorio una parada técnica de abastecimiento, ya que cargábamos cuchillos y saleros para poder disfrutarlas como postres. Normalmente, se compraba un aguacate por prepucio. Todo en el aguacate se utilizaba, claro con diferentes fines. Más adelante los involucro en este ritual.
Ya a estas alturas muchos se preguntarán por qué hablo tanto de la Calle Larga, Yo estudie en él Colegio de La Esperanza, el cual tenía doble jornada, y normalmente pasaba por esa calle de lunes a viernes cuatro veces al día, dos de ida y dos de venida. Así que se podrán imaginar en tantos viajes de ida y regreso, la cantidad y precisión de los detalles que pude a haber recopilado. Llegué a conocer a la gran mayoría de las personas que vivían en la Calle Larga.
Pero bueno, regresando al tema, existía una forma de medir el éxito taquillero de una película en la medida que nos íbamos acercando al teatro, y era el largo de la fila de las personas para comprar sus boletas y poder entrar. Eso nos daba una idea para poder medir que tan buena podría ser la película. Todos estos callejones se comunicaban con la Calle Larga. En nuestra mente nos imaginamos esta calle como una regla y los callejones que salían a ella eran puntos de referencia para medir la gente que asistía a la película. Así uno iba midiendo, si la fila llegaba al Callejón San Juan, “estaba lleno”; si llegaba al Callejón San Antonio, “susúper lleno”, y si llegaba hasta el Callejón Plaza del Pozo, “estaba a reventar”. No muchas películas alcanzaron ese récord, entre ellas recuerdo Los Diez Mandamientos, Ben Hur y El Bueno, El Malo y El Feo…
Un viernes
Un día viernes, como casi siempre lo hacíamos, nos fuimos a cine, Rodrigo Calvo, Toño Gómez, Jesús Vergara, Jesús Pinzón, El Pirra Fernandez, El Sánchez Ladrillo y Yo. Al llegar al teatro nos dividíamos en dos grupos, uno se encargaba de comprar los patacones, carimañolas de yuca con carne y una lata de guarapo donde Pacho, un indio bajo y grueso con unas manos que parecían dos cuadernos norma de 100 hojas abiertos. Sus dedos se asemejaban a unos quibbes fritos. Creo que este hombre no hubiera tenido éxito como urólogo. Él lo que vendía era guarapo de panela con buen limón y hielo en un barril de madera, que meneaba con un cucharon de acero brillante, redondo, como de un metro de largo, que manejaba con una facilidad envidiable como si de un lápiz se tratara. Cada carga de ese cucharón daba medio galón, la mitad del contenido era hielo y la otra guarapo. Muchos especulaban que en el fondo del barril tenía la calavera humana de un enemigo que había matado, por celos, con sus propias manos en Tuchín antes de venirse para Cartagena. Siguiendo con el cuento, el segundo grupo se encargaba de comprar las boletas la tenia dificil, pues este teatro contaba con dos taquillas, que asemejaban a las torres del juego de ajedrez, una a cada lado de la entrada como si de guardianes se tratará. Cada torre tenía una ventanita pequeña protegida por una reja de hierro forjado, de la cual se agarraban todos aquellos que intentaban comprar los tiquetes. Esas colas tenían la particularidad de moverse como las colas de los Dragones Chinos. Tenía uno que estar bien agarrado de la persona de adelante para que no lo sacaran en uno de estos coletazos.
La entrada del teatro, era una especie de plaza pequeña. El objetivo principal cuando estaba muy llenoa, era llegar y agarrar la ventanita de hierro con una mano, salvoconducto que garantizaba la compra, porque en la otra llevamos bien empuñado el dinero previamente contado. Era en ese momento en que iniciábamos un forcejeo durante todo el tiempo para que el vendedor entregara la boleta.
En esa época estaban de moda los famosos pantalones de terlenca, boca ancha, de vivos colores y fabricados en fibra de poliéster 100%. Se asemejaban a las licras de ahora, pero con una composición en las fibras mucho más gruesa, pero se ajustaban con perfección al cuerpo. Se combinaban con zapatos de plataforma y tacón. Las camisas se usaban con el cuello ancho y las puntas de los mismos alargados, le decían las cuello de tetero y solo nos las abotonábamos hasta la mitad, dejando al descubierto todo el pecho con los incipientes vellos, con un collar psicodélico. Ese era el último grito de la moda.
Cierta vez me encontraba donde Pacho comprando los fritos y el guarapo en la acera de enfrente, cuando vi desde allá que el cine estaba muy lleno. Se veía a la gente apretujada, unos tratando de entrar y otros buscando la manera de comprar las boletas. Sólo quedaba espacio entre los cuerpos para coger aire y respirar. Estos tumultos eran aprovechados para desencadenar pasiones reprimidas y dar rienda suelta a las bajas pasiones con las féminas que asistían a cine. Teníamos claramente identificados a los más asiduos en ir a cine, a los carteristas, que aprovechaban cualqiier descuido para robar, a los maricas (homosexuales) que siempre ponían las nalgas para defenderse de los empujones y gritaban con esa voz que no ampara la testosterona: “ayyy no empujeen”. Los conocidos tracutiadores, hombres expertos en tocar a las mujeres en sus partes íntimas, aprovechaban cualquier ocasión para meterle manos a las que osaban meterse en ese hervidero de humores y olores.
A todas estas, uno del grupo que comprana las boletas, miró la fila y considero que era mejor elaborar un plan para poder comprar más fácilmente los tiquetes, sin hacer la fila. Entonces cargaron al Sánchez Ladrillo entre seis, dos por los brazos, dos por la cadera y otros por las piernas. Por encima de las cabezas de todos lo que conforman el tumulto lo llevaron hasta la taquilla, para que se agarrara de la famosa rejilla con la mano libre, porque la otra mano era exclusivamente para llevar empuñado el dinero. Cuenta muestro amigo que varias manos trataban de meter la plata y llamar la atención del señor de los tiquetes, cuando sintió que alguien muy incisivamente le intentó meter un dedo por el ano. Entonces comenzó a gritar para ver si lograba persuadir al enemigo que lo atacaba por la retaguardia, pero desistió rápidamente, al ver que cada vez que trataba de gritar, al coger el aire aflojaba el cerrojo y el dedo lograba avanzar en su interior. Ahí cambió la táctica y cerró la boca para poder apretar su ano. En medio de su desesperación solo lograba girar la cabeza un poco para ver si podía identificar a su enemigo, pero en ese mar de gente no alcanzaba a ver a nadie, solo vio como táctica viable apretar su orificio y empuñar la mano con la que se aferraba a la rejilla porque si lograban soltarlo perdía la oportunidad de la compra, y si abría la otra mano se perdía el dinero. Cuenta que se movía como culebra en tierra prendida y se sacudía, pero el dedo incisivo seguía ahí tratando de meterse en sus entrañas.
Esos fueron, dice, los momentos más angustiantes experimentados hasta ese momento de su vida. Dice que era como un parto, pero en reversa, solo sentía esa angustia que sienten los desamparados cuando todo está perdido. Esa sensación de vértigo y vacío en el estómago que experimentan las personas cuando sueñan que se están cayendo desde muy alto. Este joven solo cobijaba la esperanza que todo terminara rápido. Esos segundos le parecieron eternos, pero al final logró comprar los tiquetes y bajarse del tumulto.
Miraba con ira a todos los que tenía alrededor con deseos de venganza, pero veía solo caras de gente entregada a lograr su compra. Resignado y con la sensación de que el dedo continuaba ahí, llegó donde estábamos todos y a voz en cuello nos reclamó con la rabia que genera la impotencia: “Ustedes son unos hijos de puta, me dejaron solo y un malparido me metió el dedo en el orto para que soltara la plata”. Algunos no le creyeron, otros le preguntaban que cómo había sido. Yo me lo quedé mirando y dije: Fue cierto. Todos me miraron y me preguntaron ¿cómo lo sabes?, les dije con esa confianza y autoridad que da el analizar las cosas: “Mirenle el pantalón de terlenka, le quedó salta charco”, pues el inquisidor dedo había sido capaz de introducir gran parte de la elástica tela en su cuerpo.
Después de haber superado todos estos obstáculos lográbamos entrar en medio de pisones y empujones, clásicas manifestaciones de nuestro espíritu Caribe, en donde solo reina la ley del más vivo. Romper las reglas de una simple fila, no esperar pacientemente nuestro turno, no aplicaba en el manual de comportamiento para este tipo de sitios. Muchos factores dominaban ese entorno y debíamos ser flexibles y adaptarnos al medio. Tocaba comportarnos de esa manera, sin mostrar debilidad, pues la mayoría de quienes asistían a los teatros eran vendedores del mercado público.
Nosotros no íbamos a ver cine, íbamos a vivir el cine. Nos involucrábamos en las películas, hacíamos parte del reparto y teníamos roles activos. La magia del cine nos ponía a vivir unas vidas que no eran nuestras, tomando partido, odiando a los malos y aplaudiendo aquellos que hacían justicia. Nos enamorábamos de mujeres que solo conocíamos en las películas, nos acostumbramos a llorar muertos que no eran nuestros. Todo eso iba más allá de ser un simple espectador. Descubrí que nuestra imaginación trabajaba mejor en la oscuridad del teatro, pues esa dualidad entre lo que veíamos en la pantalla y lo que corría por nuestra imaginación, era una forma barata de poder viajar. Podíamos ir al pasado o al futuro, e incluso hacia otras vidas. Lo que veíamos en la pantalla nos influenciaba de tal manera, que salíamos caminando como el Santo, el enmascarado de Plata, o con la mirada dura y pronunciando algunas frases de Franco Nero “Django”. El cine servía hasta para perfeccionar nuestra forma de besar. Besábamos a nuestra novia al estilo de Tony Curtis. Nos aprendíamos muchos apartes de los diálogos que utilizaban los actores para impresionar en nuestras conversaciones. Por ejemplo, dejamos de decir: “Nojoda tu si eres embustero, para decir: “pienso que tus apreciaciones no hacen justicia a la verdad¨. El cine nos adentró en la investigación del significado de las palabras. Mucho tiempo después mi suegro el Mono Arango lo resumió muy bien en esta frase: “El discurso lo es todo”.
Hoy reposado y amparado en ese sosiego que me dicta la madurez, pienso que la magia del cine reforzó una serie de valores, nos enseñó que la ciudad era una selva en donde la suerte no existía y que entre más uno sabía, más suerte tenía. Nos preparó para afrontar la vida con más audacia, valentía, a valorar la amistad y lealtad. Que el ver, oír y creer tiene más efecto que cualquier charla o consejo que recibiéramos por bien intencionado que fuera. Yo sé que existen lugares o dimensiones en donde nuestros familiares que se han ido nos vigilan. También presiento que esa bella anciana de cabellos grises, que se los desenredaba con una peineta de carey en un mecedor, que tanto me aconsejó debe estar feliz viendo la película de mi vida, sabiendo que sus consejos no sean diluido y que lograron el efecto esperado, trascendiendo a mis hijos y nietos, cuando yo haga parte del polvo cósmico.