Cada amanecer, Ricardo Pardo sale de su casa en el barrio Los Cerros con el mismo propósito: vender tinto. Con una pierna que le cuesta mover, pero con el corazón en alto, empuja su viejo carrito hasta Manga y luego al Centro Histórico. El camino es largo, el puente Román es una cuesta dura, y el carrito —más remiendo que estructura— cruje como si también se quejara del cansancio.
Ricardo tiene 50 años, vive con su madre, a quien cuida y mantiene, y ha hecho del café su manera de resistir. Su andar sereno, su sonrisa siempre lista y el aroma del tinto recién hecho, lo han vuelto parte del paisaje cotidiano de los que madrugan en Cartagena.
Fue en una de esas mañanas cuando se cruzó con Luis Fernando Vides, un ingeniero mecánico que vino desde Tamalameque, Cesar, a estudiar a esta ciudad. Luis Fernando lo saludó al pasar. Luego lo vio otro día, y otro más. Le llamó la atención la alegría con la que Ricardo trabajaba, a pesar del evidente esfuerzo físico que hacía empujando aquel carrito deteriorado.
Una mañana, al verlo forcejear con la subida del puente, Luis Fernando sintió algo que no pudo ignorar: “Tengo que ayudarlo”. No lo dijo en voz alta, pero lo decidió con el corazón. Tiempo después, sin anuncio ni ceremonia, le cumplió esa promesa silenciosa: le regaló un carrito nuevo, resistente, liviano, pensado para que Ricardo pudiera moverse sin tanto sacrificio.
Hoy, Ricardo recorre la ciudad con su nuevo compañero de trabajo. Vende su café con más facilidad, sin tanto dolor. Y aunque sigue con su paso lento, hay algo distinto en su andar: la certeza de que, incluso en una ciudad de ritmos apurados, todavía hay gente que se detiene, mira, y ayuda. Gente como Luis Fernando, que sin buscar aplausos, cambió una vida con un gesto tan simple como poderoso: un regalo sobre ruedas.