Santa Catalina

25 de noviembre, el día más importante del año para los cataneros

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“Hace dos años, esta crónica de mi autoría fue compartida en el portal AMPM. Hoy, decidimos retomarlo para revivir los sentimientos de la comunidad de Santa Catalina”

A las siete de la mañana de un 25 de noviembre, de hace unos 37 años, mi familia y yo desayunábamos, mientras nos preparábamos para ir a la misa en honor a Santa Catalina, mártir cristiana del siglo IV, que brindaba protección de día y de noche a todos los habitantes de mi terruño, de acuerdo con los más respetados, entre esos mi tío Antonio Ripoll y mi padrino Victor Pardo, los hombres más buenos y nobles que he conocido.

Después de que mi madre, la más tierna del mundo, Zayda Tom Ripoll, nos revisaba, de pies a cabeza, salíamos a lidiar con la tierra y el cascajo de la Calle 12, más encajados que una penicilina y bien peinados, escoltados por mi padre Anuario Therán Ruíz. Mis tres hermanos y yo estrenábamos las mejores ropas, algunas hechas por mi tía Dul (F), mientras mi mamá nos apuraba desde la puerta de la casa para que no llegáramos tarde la cita más importante del año. En el camino a la iglesia saludábamos a todos los paisanos que encontrábamos por la calle, los que vivían en el pueblo y los que volvían para celebrar el día de la patrona.

La iglesia siempre estaba atiborrada de feligreses y pese al calor que reinaba en cada cuerpo, el silencio sepulcral invadía el recinto por respeto a nuestra santa. Recuerdo específicamente la misa que daba el párroco Eduardo Bovea (F) porque después de regañar a los adúlteros y amantes del licor insistía en que no era época de celebrar ni de beber, sino de mostrar el respeto a la virgen.

Quizá por los regaños, todos essperábamos la parte del discurso donde el párroco decía: Démonos el saludo de la Paz, pues el final de la eucaristía estaba cerca. Entonces, un minuto después de que acababa la misa, sonaban los voladores y después de la explosión musical de un porro bien tocado por la banda de Repelón, la favorita de mi padre. Entonces, venía lo bueno. Abrazos y gritos de alegría inundaban el ambiente, mientras los devotos elevaban plegarias al cielo para que los veranos no fueran tan intensos y soltaban más voladores.

A mi memoria viene ese día que mi hermano Abraham David y yo estrenamos unos pantalones a cuadros con unos suéteres azules y botines media caña, negros de cuero, cerrados, y mis hermanas Adibe y Zayda lucían unos vestidos de seda azul y amarillo que perpetuaban la moda novembrina en las calles de Santa Catalina.

Lo que venía después a la salida de la iglesia se repetía cada año: María Teresa (F), la mejor bailadora de porros de mi pueblo, movía sus caderas al son de una pieza de Rufo Garrido titulada “Catana”. La gente le hacía ronda para que después de varios pasos llegara su parejo eterno, Epifanio Castro (F), un hombre serio y bonachón, quien se quitaba su sombrero panameño, y hacía la venía a su amada para bailar mejor. Los aplausos no se hacían esperar y entonces otros entusiastas bailarines de todas las edades se apoderaban de los espacios a la salida de la iglesia y del parque principal.

A eso del medio día, la gente salía para su casa a esperar la procesión para seguir acompañando a la virgen.  La devoción hacia la santa era tan grande que la gente le rogaba en silencio para que intercediera en cualquier situación apremiante, dirimir conflictos, rescatar un amor perdido y para que lloviera, pues desde su fundación Santa Catalina no ha contado con un acueducto óptimo.

Ese año las lluvias habían sido esquivas y los cultivos de plátano, yuca y otros estaban a punto de perderse. No había agua ni para beber ni cocinar porque las pozas se habían secado y del pozo publico solo salía fango con un hedor insoportable.  La sed se había convertido en una peste que solo podia curarse con gaseosas en los niños y con cervezas en adultos.

Recuerdo que como a las cinco de la tarde cuando salía la procesión con la imagen de la patrona, una mujer morena, de pelo ensortijado, con cara triste gritó con la fuerza de sus pulmones: “¡Santa Catalina!, perdona nuestros pecados, pero regálanos agua porque nos estamos muriendo de sed”. Quienes escuchamos su grito ronco quedamos expectantes, pues todos habíamos hecho la misma petición.  La Virgen, bien peinada y vestida, salió acompañada de cientos de feligreses y la música luctuosa interpretada por la banda de Repelón. Segundos después, un conjunto de nubes se posó sobre el poblado ennegreciendo el cielo, mientras el estrépito de varios truenos, acompañados de relámpagos, dio paso a la abundante lluvia. La mujer que imploró a Santa Catalina se desvaneció con las manos extendidas hacia el cielo sonriendo, mientras fue auxiliada por familiares y amigos.  Entre tanto, unos corrían a guarecerse del aguacero, otros gritaban alborozados con lágrimas en los ojos: ¡Milagro!. Esa tarde se hizo el recorrido bajo la lluvia que puso fin a la sequía de casi un año.

Dos horas después los cataneros se mantenían en un estado de felicidad, el mismo que siento al evocar esos recuerdos que me hacen sentir orgulloso de haber nacido en ese villorrio donde la bondad crecía como la verdolaga.

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