Cultural

El día que “El Cotorro” alcanzó la gloria

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Corrían los ochenta en mi villorrio (Santa Catalina). Debía tener por los menos 11 años, cuando ocurrió aquel suceso que jamás se ha borrado de mi mente. Mi primo Anibal Manuel Therán Gómez, a quien todos le decían Lelel, gozaba de la plena juventud a sus 20 años, era el capitán del equipo de fútbol. Lelel en ese entonces era corpulento, de melena larga y rubia, más por el sol que por sus genes; amaba más el fútbol que su propia vida. Ese día Anuario Therán Ruíz, mi padre, me invitó a ver el partido entre el Deportivo Santa Catalina, donde también jugaba Rufino Ripoll Pardo, otro primo, quien, por su manejo del balón y audacia, por poco se va para el Junior de Barranquilla, y otros de los que no me acuerdo; contra el equipo de Pendales, un corregimiento de Luruaco (Atlántico), integrado por hombres robustos que se dedicaban a labrar el campo. Yo estaba expectante, como mis demás paisanos, y entonces comenzó aquel partido inolvidable, sólo porque había un árbitro vestido de negro, como los que veíamos en televisión, y porque la cancha del Felipe Santiago Escobar, el colegio donde estudiaba, estaba delineada con cal y con el césped cortado tan bien, que parecía un estadio de fútbol profesional. Las improvisadas gradas albergaban hombres y mujeres de diferentes latitudes, es decir de Clemencia, para aquel entonces corregimiento de Santa Catalina; Galerazamba, Pueblo Nuevo, Luruaco y Loma de Arena. Ese detalle revistió de seriedad aquel encuentro. Era un día de fiesta con caras nuevas en el pueblo, sobre todo de mujeres grandes vistiendo pantalones cortos que dejaban sin aliento a viejos y jóvenes.

El árbitro dio el pitazo inicial y los hombres fuertes del equipo de Pendales corrían sin parar mostrando el conocimiento del fútbol, al mejor estilo de los jugadores de la selección de Brasil de aquel año. La gente vibraba de la emoción, entre esos yo. Pero me dolía ver a mis paisanos disminuidos y viendo con cara de bobos como sus adversarios manejaban el balón como verdaderos profesionales. Los gritos de la gente, acompasados con una canción del gran Anibal Velasquez, que brotaba del potente equipo de sonido de El Turro, un hijo del (F) Marcialito Ortiz, retumbaban en mis oídos. Hasta la Policía tomó partido y comenzó, como todos los demás a gritar arengas en favor de nuestro equipo. Recuerdo al entonces cabo de la Policía, Héctor Henao Escobar, cuando sacó a relucir su carácter recio gritándoles con fuerza: ¡jueguen!, buscando la reacción de los jugadores cataneros, que parecían humillados ante los salvajes de Pendales.  Mi padre sudaba, como muchos otros paisanos, hasta que el entrenador paró el partido aprovechando una falta abrupta contra Ripoll y decidió hacer un cambio. Entonces, llamaron de la banca a un señor de andar lento a quien todos conocíamos como “El Cotorro”, aunque no se parecía al ave, quien llegó a la cancha, después de arrojar una bolsa medio llena de boli de coco al césped. Con su pantaloneta negra, suéter amarillo y medias amarillas y negras, calzando unos tacos nuevos, aceptó el llamado y lo ingresaron al campo de juego. Tal fue su determinación, que el partido cambió y entonces los cataneros tenían más el balón y hubo pases que animaron a los espectadores suscitando el vitoreo de los hinchas presentes.

Hubo momentos de silencio y otros de algarabía, pero ocurrían cada vez que “El Cotorro” cogía el balón, pues parecía suyo, como si en verdad le perteneciera. Hizo gambetas y jugadas propias de un futbolista profesional, al mejor estilo de Garrincha o Pelé. Por momentos la gente callaba, pero en otros vitoreaban su nombre por la calidad de sus jugadas. Se sacó a uno, a dos, a tres y cuando quiso encarar al cuarto jugador, éste le truncó el gol, haciéndole una zancadilla y tirándolo al suelo. El árbitro, con la fuerza de sus pulmones, pitó penal. El júbilo se apoderó de Néstor Pardo, de su papá don Víctor Pardo, de mi padre, de sus amigos Andrés y Leonardo Vitola, quienes presenciaban el partido, y de todos los que allí estábamos.

Los espectadores no podíamos ocultar la emoción. A mi me sudaban las manos y comencé a caminar de un lado para otro, como si estuviera presenciando la final de la copa del mundo. Mi padre y sus amigos se tomaban las cervezas de un solo sorbo, pues ya faltaba un minuto para que finalizara el partido cuyo marcador era cero a cero, porque Andrés Cabarcas, “El Grillo”, quien cuidaba el arco, no había dejado pasar ni la brisa. Después de muchas consideraciones, los jugadores llegaron a la conclusión que  “El Cotorro” era quien debía cobrar el penal. Por el cansancio y la fatiga, todos los jugadores pedían agua y buscaban aliento para engañar al sol canicular que ese medio día había decidido asomarse en Santa Catalina. A los tres minutos el árbitro dio la orden y entonces, El Cotorro, con su sonrisa eterna, frunció el ceño, miró al cielo y se persignó rápidamente, retrocedió 10 pasos y corrió a pegarle al balón marca Mikasa con las fuerzas de su ser. Todo fue tan rápido que el golpe seco del balón rompió el silencio para luego reventar la red con todo y portero.

Gooooollll, gritaban los espectadores, quienes se metieron al campo exigiendo al árbitro que le valiera dos goles al equipo de Santa Catalina. El partido acabó y por poco hay pelea porque los jugadores rivales pedían un carro para llevar al arquero al hospital, pues se mantenía aferrado al balón y hablaba locuras. “El Cotorro” fue sacado en hombros por los entusiastas hinchas y hasta lo llevaron a la plaza, como el héroe del momento. Era tal el alborozo que un señor de apellido Marsiglia soltó varios voladores para que nadie se olvidara de semejante proeza.

***

Nunca se me olvidará ese domingo de julio cuando Andrés Emiro Bermejo Vega, más conocido como “El Cotorro”, el carretillero de mi pueblo, un hombre parco, noble y bueno, se ungió como un héroe de carne y hueso y por un momento alcanzó la gloria.

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