José María González Trujillo, el muchacho que Cartagena bautizó con el apodo de El Zorrillo, camina con el acordeón al hombro como quien lleva una herencia. En cada fuelle guarda un pedazo del Caribe, una ráfaga de viento salino y un latido de barrio que aprendió a transformarse en música. Su destino inmediato está en Chinú, Córdoba, donde del 31 de octubre al 2 de noviembre se celebrará el 36° Festival de Acordeoneros y Compositores, y donde sueña con levantar la corona que le falta para confirmar lo que ya muchos sospechan: que nació para hacer historia en el vallenato.
Viene de ganar respeto en escenarios donde el talento se mide por notas y nervios. En el Festival del Mar de Acordeones en Santa Marta, logró el tercer puesto, dejando claro que su digitación —rápida, precisa, con alma— es un lenguaje propio. Pero no se conforma. José María tiene esa inquietud de los artistas que no se quedan quietos: cada competencia es un peldaño, cada nota, una oración.
Su nombre ya resuena entre los pasillos del Festival de la Leyenda Vallenata, donde su estilo ha sido calificado como una mezcla perfecta entre disciplina y desparpajo. Toca con la fuerza de un hijo del Caribe que creció entre champeta, tambora y vallenato, con los pies descalzos sobre el asfalto caliente de Cartagena. Su acordeón suena distinto: tiene un eco de mar y de puerto, una sabrosura que no se aprende en academia, sino en esquina.

Muchos lo conocieron por su participación en El Serrucho, aquel fenómeno musical de Mr. Black, el presidente de la champeta, que puso a medio planeta a mover los pies. Pero detrás de ese ritmo pegajoso hay un músico que ha aprendido a leer los silencios, a entender que detrás del aplauso viene la soledad del ensayo, el callo en los dedos, la lágrima en el fuelle.
José María González Trujillo no tiene padrinos ni contratos millonarios. No hay detrás de él una maquinaria de promoción ni respaldo oficial. Solo su fe, su familia y ese acordeón que se ha convertido en compañero de batallas. Viaja ligero, con lo justo, pero con un equipaje invisible hecho de sueños, disciplina y orgullo bolivarense.
En Chinú no solo buscará un trofeo: va por el reconocimiento simbólico de una generación que lucha por abrirse paso en la música desde la periferia, sin concesiones ni atajos. Su aspiración no es la fama: es el respeto. Que cuando suene el acordeón, los jurados cierren los ojos y digan: ahí está El Zorrillo, el cartagenero que vino a ponerle sabor al festival.
Porque cuando El Zorrillo toca, Cartagena se levanta en sus notas y Bolívarvibra en su pecho. Es el eco de un pueblo que no olvida que los grandes músicos nacen del barro y el coraje, no del privilegio.
Allá va, afinando su destino con el viento del Caribe empujando su historia, con el corazón en modo vallenato y la mirada puesta en el horizonte de Chinú.
Si gana, será justicia; si no, será profecía.

