En el barrio La Providencia, entre calles polvorientas y charlas de esquina, hay un vigilante silencioso que todos respetan. Se llama Can, aunque su dueño, Eduardo Muñoz, un militar retirado, insiste en que su nombre real es Canseco, en honor al famoso pelotero de grandes ligas. Pero este pastor alemán de cinco años no juega con pelotas ni corre bases. Su juego es otro: proteger, acompañar, advertir.
Can es más que una mascota. Es la sombra de Eduardo, su cómplice en la rutina, su confidente de silencios. “Me sigue a todas partes. Esta mañana fuimos al mercado, como siempre. Yo le pongo una canasta y él carga la compra sin quejarse. Es un soldado”, dice Eduardo, con el orgullo de quien ha encontrado en un animal la más pura lealtad.
Pero lo que hace especial a Can no es solo su disciplina. Es un don, una herencia de sangre. Sus padres fueron perros antinarcóticos y, sin haber pisado jamás un centro de entrenamiento, él detecta la droga como si lo llevara en la piel. Marihuana, cocaína, lo que sea. Basta con que su olfato lo perciba para que se plante en el suelo, firme, como una estatua de alerta.
Por eso, en La Providencia, algunos prefieren esquivarlo. Hay quienes, al verlo, cambian de acera o aceleran el paso. “Más de un vicioso ha salido corriendo cuando Can lo huele. No ladra, no ataca. Solo mira. Y eso basta”, dice Eduardo, con una risa que esconde una pizca de orgullo.
Pero Can no es solo un perro de advertencias. En casa, es un ayudante incansable. Si Eduardo busca sus zapatos, Can ya los tiene listos. Si los niños juegan en el patio, él da vueltas a su alrededor, cuidándolos como si fueran cachorros de su manada. Y si alguien intenta acercarse demasiado a su dueño, el instinto protector se enciende.
“Una vez, alguien metió la mano por la reja. Can no lo mordió, solo lo sujetó con la boca, con la fuerza justa para decir ‘aquí no’. No deja que nadie me haga daño”, recuerda Eduardo.
En La Providencia, donde cada vecino tiene su historia y cada calle su propio código, Can se ha vuelto una leyenda. No lleva uniforme ni distintivos, pero su presencia es suficiente para marcar la diferencia entre el peligro y la seguridad.
Eduardo lo sabe. Sabe que Can es más que un perro, más que un guardián. Es un amigo que nunca pide nada a cambio, un cómplice de vida que nunca lo dejará solo. Y en las noches de luna llena, cuando todo se vuelve silencio en el barrio, a veces le habla en voz baja, como quien le cuenta un secreto a su hermano. Can lo escucha. No responde, pero entiende. Siempre entiende.