Foto Cortesía Efraín Elías Yaber Díaz
En las históricas calles de Cartagena, el vaivén de turistas se entrelaza con la sombra de una realidad paralela. Hombres y mujeres, como espectros, hallan su refugio en arcos y murallas, otorgando a la joya de la corona una faceta de oculta miseria.
Entre ellos, Adrian, un alma en deriva, admite con un gesto taciturno su peregrinaje en busca de fugaces deleites y polvo blanco. Su ruta se enreda por el Centro y las avenidas de Bocagrande, entre súplicas por monedas que financien su efímero escape.
La comida es escasa, el techo es el cielo, y las murallas de la calle del Pedregal en Getsemaní ofrecen el refugio que necesitan. Allí, la indiferencia les concede un mínimo sosiego en la penumbra de la noche.
Aunque no existen cifras que atestigüen la magnitud de este fenómeno, es innegable que una marea de desamparados visita la ciudad, dejando a su paso estampas desgarradoras. Las mañanas desvelan a los durmientes en terrazas y murallas, alrededores del Centro de Convenciones, Camellón de los Mártires y otros sitios, ahora convertidas en lechos improvisados.
En un tiempo, la oficina de Participación Ciudadana del Distrito extendía su mano a estos almas errantes, pero ahora, el control se ha esfumado como un suspiro en el viento.
Es imperante que el Distrito de Cartagena afronte este flagelo con decisión, evitando que estas estampas perduren en la memoria de la ciudad. Los forasteros, desprovistos de fondos para hospedaje, se ven abocados a una existencia al margen, convirtiendo cada rincón en un triste testimonio de su paso. Así, Cartagena, cuyo encanto fue alguna vez insuperable, languidece bajo el peso de un Centro Histórico convertido en refugio de sombras, donde meretrices, traficantes y almas perdidas deambulan como zombies en la ahora ciudad perdida.