La casa de la señora *Rosa siempre había sido la misma: una pequeña vivienda de paredes desgastadas en el barrio La Candelaria, donde las plantas de su pequeño patio parecían las únicas testigos de su dolor. A sus 78 años, su voz se había vuelto un eco temeroso dentro de aquellas cuatro paredes, un susurro apagado por los gritos de sus propios hijos.
Deivis y Ronald, sus muchachos, alguna vez fueron niños de risas estridentes y rodillas raspadas. Pero los años los convirtieron en sombras de lo que fueron. La calle los marcó con cicatrices de delitos y broncas, con expedientes manchados de hurtos, armas ilegales y violencia. Volvían a casa solo para exigir, para arrebatar lo poco que quedaba. Y cuando la señora Rosa reclamaba, cuando preguntaba por lo que desaparecía misteriosamente de su hogar, los gritos subían de tono, las puertas se cerraban de golpe y las manos—las mismas que ella sostuvo con ternura cuando eran pequeños—se alzaban contra ella.
Los vecinos escuchaban, murmuraban con impotencia. A veces, un lamento traspasaba las paredes; otras, un golpe sordo lo decía todo. Alguien, finalmente, decidió hablar. La denuncia llegó a los oídos de la Patrulla Púrpura, ese grupo de policías que se ha vuelto el refugio de muchas mujeres silenciadas por el miedo.
La tarde del domingo anterior, la sirena interrumpió la rutina del barrio. Uniformados llegaron con órdenes en mano, con la certeza de que la justicia debía entrar en esa casa antes de que fuera demasiado tarde. Deivis y Ronald fueron detenidos sin gloria ni resistencia, con el peso de sus propios actos sobre los hombros.
La señora Rosa los vio partir desde la entrada de su casa, con la misma mirada que muchas madres tienen cuando ven a sus hijos extraviarse en caminos sin retorno. No lloró. Ya no le quedaban lágrimas.
Esa noche, la casa de la señora Rosa estuvo en silencio. Por primera vez en años, el único sonido que se escuchó fue el crujido de la mecedora y el susurro del viento colándose por las rendijas. Afuera, el mundo seguía girando. Adentro, una madre contaba los recuerdos que aún no le han arrebatado sus dos hijos.
- Nombre cambiado.