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Los bollos más deliciosos del mundo

5 Minutos de lectura

Fachada del colegio Felipe Santiago Escobar. 

 

 

Nada más fue volver a mi terruño a acompañar el sepelio de una matrona catanera y cruzar palabras con cinco o seis amigos de toda la vida para que a mi memoria volvieran los recuerdos de las pilatunas de la niñez, las mismas que decidí contar en este espacio.

 

Debió ser un mes de mayo de 1984, después de que el maíz verde brotara de las rosas de los campesinos cataneros, cuando Sofía Valdelamar, una negra grande y buena gente, dueña de una sazón única para preparar manjares, mandó con una de sus hijas un encargo al profesor de educación física, Emiro Bertel Torrente, envuelto en el papel que sacaban en las tiendas de los sacos donde venía el azúcar, a la puerta del colegio Felipe Santiago Escobar de Santa Catalina, diagonal al letrero: Sankinequetan. El paquete, amarrado con pitas de saco, contenía algo que emanaba un aroma indescriptible, enloquecedor, alborotador de tripas, que llegó a la nariz de Antonio Castro Romero, a quien llamábamos “El Comandante”, no sólo por su don de mando, sino por su arrojo y valentía, para hacer lo que se le diera la gana, sin importar si era bueno o malo.

 

El entonces joven Castro había sido enviado a llevar la tiza y el borrador a la sala de profesores por “Sonia” Caraballo, la temible docente de matemáticas, una morena pequeña, de mirada fría y calculadora, con voz de trueno, quien infundía temor con un gesto y no dudaba en colocar cero en los exámenes si el alumno no contestaba bien. A su regreso al salón, “El Comandante” ya había urdido el plan y con ojos sobresaltados, como tratando de hablar con la mirada, se comunicó conmigo, que me sentaba casi en el último puesto por ser apellido Therán, a Oscar Romero, un amigo noble y bueno. Después volvió la mirada al centro de el salón y luego a las primeras filas donde estaba Elvis Montes, un flaco buena persona; Never Ramírez, lector empedernido; Luis Cueto, parco, serio e inteligente; Roberto González, un as para las matemáticas y Gerardo Cabarcas, también brillante para los números. Al terminar la clase de educación sexual que dictaba la docente sabanalarguera, Melba Ahumada, “El Comandante Castro” aprovechó para comunicarnos el plan que debpía ejecutarse en el recreo.

 

Un rincón  de nuestro fresco salón 3B de bachillerato, pintado de verde arriba y marrón abajo, sirvió de escenario para la reunión donde se configuró la estrategia para robar lo que contenía el paquete bien amarrado y del que salían unos olores que causaban locura.

 

El profesor Emiro Bertel, según “El Comandante Castro”, había entregado el paquete a la profesora Toña Pereira, su cónyuge, una mujer que inspiraba nobleza por su buen trato, quien lo “guardó” en una esquina del pequeño kiosco donde vendían gaseosas, mecatos y frituras que hacía Sonia Contreras, otra mujer de manos mágicas para cocinar. En la reunión “El Comandante Castro” señaló que para robar ese paquete se necesitaba alguien que tuviera los brazos largos para meterlos sin problema por uno de los calados y otra persona que pudiera correr agachado por detrás de los salones para que nadie lo notara. Todos asentimos, aunque debo aclarar que nadie tenía hambre. El punto de encuentro fue el antiguo salón de actos que colindaba con el terreno de los Cotes. Fue Gerardo Cabarcas, en ese entonces, alto y delgado, cuyas manos parecían elásticas, el que con su brazo izquierda sacó el paquete en menos de un segundo. Motivado por el líder del grupo también extrajo un kilo de queso, y cuatro gaseosas. Todo eso se lo entregó a Elvis Montes, quien, como una gacela, cruzó por una zona selvática que crecía detrás de los salones en menos de 30 segundos. Nos encontramos detrás del salón de actos, el escondite perfecto, lejos de las miradas de todo el mundo. Allí llegamos todos cuando “El Comandante Castro” abría el paquete que contenía cuatro bollos de mazorca, un auténtico manjar criollo, que engullimos con un pedazo de queso como si no hubiéramos probado alimento en meses. Saboreábamos con exquisites esos bollos cuando, atraído, más por la curiosidad que por otra cosa, llegó Henry Guerrero Severiche, un muchacho noble y bueno, quien solo alcanzó a agarrar una tusa del bollo y se la metió a la boca. Todos reíamos y comentábamos la tristeza del profesor Emiro Bertel, quizás el más cariñoso y amigable de todos los docentes, al no encontrar sus bollos. Empero, el perfecto de diciplina, Francisco “Kiko” Ayola (F), un hombre de baja estatura, pero con la moral de un gigante, quien con su mirada de águila detectó desde lejos que algo raro estaba pasando. Al llegar al sitio, acompañado de Claudio de La Hoz, quien hacía las veces de vigilante, pero que en sus años mozos fue un gran pitcher del béisbol profesional, conocido como el “Zurdito de Oro,” encontraron a Henry Guerrero Severiche con el pedacito de tusa aún en la mano y por eso nos condujeron a la sala de profesores, más por intuición que por otra cosa. No pasaron cinco minutos cuando la seño Toña advirtió que los bollos y el queso habían desaparecido junto a varias gaseosas y se armó el bololó. En el interrogatorio participó el entonces rector, Orlando Higuera Cárcamo (F), un gordito bonachón y avispado, sin pelos en la lengua, quien con astucia nos hizo confesar el robo. Ese día nos dejaron castigados hasta las 7 de la noche a merced de un ejército de mosquitos que brotaban de las guaduas que hacían más verde nuestro plantel, pero el escarnio lo sufrimos al día siguiente cuando cada uno de los “bribones” debió llenar un cuaderno de 100 hojas con la frase: “No debo robarme los bollos ajenos”.  El hecho fue que nos pusieron delante de todos los estudiantes para que aprendiéramos a respetar. Mi padre, Anuario Therán Ruíz, me castigó con severidad poniéndome a cargar piedras durante todo el fin de semana, mientras que a Gerardo Cabarcas lo exiliaron en la finca de sus padres y así cada uno recibió su castigo ejemplarizante. Por un tiempo no nos atrevíamos a juntar porque todo el mundo estaba pendiente de lo que hacíamos, pero a las pocas semanas ya todo el mundo había olvidado el incidente y fuimos disculpados por el profesor Emiro, después de que nos confesamos en la parroquia. Esa tarde, cuando fuimos inducidos por el padre Bovea (F) a pedir perdón a Santa Catalina, una feligrés dijo en voz alta: “Virgencita no permitas que estos pelaos sigan haciendo maldad”. Seguidamente, mientras mirábamos la imagen, en voz baja “El Comandante Castro” susurró: “No te comprometas porque te hago quedar mal”.

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