Cada mañana, cuando el sol apenas asoma sobre los techos del Mercado de Bazurto, él se acerca a la orilla de la Ciénaga de las Quintas. Semidesnudo, sin más ritual que la costumbre, Ramón Elias se zambulle en las aguas salobres que bordean la ciudad. Se restriega con fuerza, como si el agua pudiera borrar algo más que la suciedad del cuerpo.
Es habitante de calle. Su hogar son los pasillos de concreto, los rincones olvidados del mercado, los cartones bajo un alero oxidado. Pero ahí, en medio del descuido urbano y el bullicio del comercio, encuentra en la ciénaga un instante de dignidad.
La Ciénaga de las Quintas, sin embargo, no es lo que fue. Alimentada por aguas que alguna vez trajeron vida, hoy carga con los desechos del centro de acopio más grande de Cartagena. Su color es opaco, su olor es denso, su piel está cubierta por algunos residuos que bajan con la marea de la indiferencia.
Y aun así, Ramón Elías se baña. Con los ojos cerrados y la sonrisa quieta, se deja empapar por esa mezcla de mar y mugre, como si el contacto con el agua fuera su forma de resistir, de decir que todavía está vivo. De esa rutina brota una risa constante que, seguramente, alimentó algún alucinógeno que lo mantiene en su mundo paralelo.