Cultural

Un día con el Papa Francisco

4 Minutos de lectura

-. A Eduardo Tovar, a Eduardo López Hooker, quienes me acompañaron en esta travesía.

Esta crónica fue escrita en el año 2017 horas después de la visita del Papa Francisco a Cartagena por el sacerdote Ubaldo Manuel Díaz y que publicamos hoy como un homenaje póstumo.

 

 

Mario José Bergoglio y Regina María Sívori jamás imaginaron que su hijo, José Mario Bergoglio, nacido hace 80 años en Flores —un barrio porteño de Buenos Aires—, iba a conmocionar al mundo. Mucho menos, que paralizaría por cinco días al país más católico del hemisferio: Colombia. Francisco es un hombre que despierta toda clase de emociones; no pasa desapercibido para creyentes, no creyentes o ateos. Es la fuerza del Evangelio encarnada en esta frágil figura que estremeció a Colombia en su última visita.

Salimos de Magangué, Bolívar, un grupo de amigos rumbo a Cartagena para “ver al Papa”. Esa frase se volvió viral. Una lluvia inclemente nos azotó todo el trayecto: era el coletazo de uno de tantos huracanes que se aproximaban al norte del continente, como si el clima quisiera recordarle al país más poderoso del mundo que el cambio climático y el calentamiento global no eran un cuento chino ni un embeleco del Papa Francisco, quien dos años atrás había lanzado un fuerte llamado de atención con su encíclica Laudato Si’, “sobre el cuidado de la casa común”.

Llegamos a La Heroica entrada la noche. El grupo se dispersó entre la alegría y el bullicio de una ciudad que vivía en “modo Papa”. A duras penas logré conseguir hospedaje cerca del barrio San Francisco, donde al día siguiente Francisco pasaría a bendecir una obra social de la Arquidiócesis de Cartagena que atendía a niñas en estado de vulnerabilidad: “Talita Kum”. Palabra hebrea que, según el Evangelio de San Mateo, significa: “Niña, yo te digo, levántate”.

Esa noche caminé por andenes y callejones “maquillados”, como decían sus habitantes. —¡Pasarán 31 años para que vuelvan a arreglar estas calles!— comentó una anciana en mecedora, aludiendo al tiempo transcurrido desde la visita del papa polaco Juan Pablo II —hoy santo—. —¡Cuando venga el próximo Papa!— agregó una mujer robusta que revolvía un caldero de empanadas sobre un carbón encendido.

Domingo 10 de septiembre. Día soleado. Desde cada televisor se veía a Francisco despedirse de la fría Bogotá. Caminé hacia la parroquia San Francisco, donde la multitud lo esperaba. No tenía entrada, pero seguí con la esperanza de encontrar una forma de acceder. En cada esquina, una pantalla reunía a vecinos jubilosos, como si se tratara de un partido decisivo de la Selección Colombia.

Un estruendo de aplausos: el Boeing de Avianca tocaba suelo cartagenero. Caminé casi trotando, con la preocupación latente. Vi a mi amigo periodista Eduardo López Hooker de Noticias UNO, lidiando con una mujer de bombacho naranja que le exigía apartarse con su radio en mano. —¿Padre, no ha podido entrar? —me gritó. —¡Nada!— le respondí, antes de que un hombre del protocolo, con séquito de efebos uniformados, lo apartara del lugar. Son esos protocolos acartonados que complican lo simple: ver al Papa.

Al fin logré colarme. Una abuela que jamás había visto me saludó. Me acerqué lentamente y pasé la última barrera. En una tarima improvisada, músicos animaban la espera. A la media hora, el ulular de sirenas anunció su llegada: una avanzada de más de 50 motos de policía abría paso al papamóvil. —¡Llega el Papa!— gritó alguien. La multitud corrió sin rumbo. Lo vi. O mejor, lo vimos. Se bajó, saludó a unos niños, caminó con esa sonrisa indulgente que jamás se borra de quienes lo han tenido cerca. Nos bendijo. Volvió a sonreír. Ahí estaba Jorge Mario Bergoglio, ese niño de Flores, Buenos Aires. Subió a su “batimóvil”, como lo bautizó una periodista panameña despistada.

Tenía que salir rumbo a Contecar, el emblemático puerto de entrada de riquezas a Colombia, frente a los barrios más empobrecidos de la ciudad: Ceballos y Santa Clara. En esa zona instalaron la “valla de la discordia”, que, según los vecinos, les impedía ver al Papa. Ya no había transporte. Solo motos verdes de la Policía y los últimos rezagados entre las callecitas maquilladas.

Mediodía. El calor era agobiante, el cielo amenazaba lluvia. Mientras el huracán tocaba tierra en Florida, los canales mostraban autopistas repletas de vehículos huyendo en el mayor plan de evacuación en la historia de EE.UU. Me acerqué a un vendedor de raspados. Giraba la manivela sin descanso. —Dios da para todos, padre— dijo. Pensé en los detractores que criticaban los costos de la visita. Hipnotizado por la máquina, ignoraba los “tuits” de un amigo desde Contecar: —¡Pilas, que te vas a quedar por fuera!

Como último recurso, levanté la mano a una de esas motos verdes. El agente me llevó hasta la avenida Pedro de Heredia. De ahí a Contecar, un taxi me cobró $20.000 y al bajarme, sonrió con desparpajo: —Tuvo suerte, los otros cobran $30.000—. Pensé con rabia en San Uber.

Enfrenté a Contecar y al desorden de Cartagena: ríos humanos avanzaban sin cesar. Entré por la puerta #3. Al fondo, un tumulto con boletas “blancas” —las VIP— reclamaba su ingreso. Exhibían sus manillas como credenciales. Yo apretaba mi arrugada boleta “amarilla”, empapada de sudor. Una señora gritaba: —¡Mire, no es amarilla! ¡Es blanca!—. El joven de logística, abrumado, desviaba la mirada. La “amarilla”, según decían, era para el “populacho”.

La noche arropó Contecar. De regreso, después de esa Eucaristía en la que Francisco condenó la corrupción y el narcotráfico —fenómenos que llamó “lacras”—, salimos en silencio. Como hermanos. Algunos con rostros resplandecientes. Otros, meditando sus palabras. Una abuela vendía afiches del Papa a mil pesos. Un joven a mi lado dijo: —¿Para qué afiches…? Si ya lo llevamos en el corazón.

*Ubaldo Manuel Díaz: Premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro APB, Barrancabermeja años 2018- 2019 -2021- 2023- 2024*

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