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Un saxofón que resuena fuerte en el silencio

7 Minutos de lectura

En cada esquina del Centro Histórico de Cartagena se alza un emblema que refleja su historia. En la Plaza de los Coches, la imponente Torre del Reloj; en San Diego, la figura de Adolfo Mejía; en Getsemaní, Pedro Romero levanta el puño en señal de independencia. La lista es extensa. Sin embargo, al llegar a la Plaza de Bolívar, no es ese libertador de naciones quien toma protagonismo, sino aquel que libera el alma de las penas con su música.

Nelson Antonio Herrera Gándara, alguien al que, por su lucidez, parece no hacerle efecto los años. A sus 80 años, es él a quien locales y extranjeros buscan encontrar entre el paisajismo de la plaza, guiados por el sonido de su saxofón, que no hace más que terminar de embellecer uno de los lugares más característicos de la ciudad.

Desde los más jóvenes hasta los más “viejos”, todos podrían decir que Nelson sí sabe de buena música. Y es que, con solo darle paso a las primeras notas, los que están a su alrededor empiezan a tararear los clásicos que siempre le gusta entonar: boleros, tangos, baladas; esas melodías de antaño que el tiempo no vuelve obsoletas, sino que transforma en gustos exquisitos.

Y si de tener buenos gustos se trata, Nelson tiene una opinión bien clara al respecto. “La música toda no es maluca porque a alguien le gusta. Si yo tengo un hijo que es maluco y se burlan de él, para mí es bonito porque es mi hijo. Así es la música, del que le gusta”, dice jocosamente, para luego confesar que nunca ha pretendido adaptarse a los nuevos ritmos y letras, sino que se conforma con que su público sea uno que conozca las composiciones que toca. Seguramente, gente de su edad.

Su historia es tan llamativa como sus atuendos coloridos y rutilantes. Un sombrero vueltiao tan intacto como su talento para tocar el saxofón; camisa de satín magenta y un pantalón gris, modesto como su andar. Su vestir, su forma sobria de ejecutar el instrumento, su modestia, solo suscitan ganas de escuchar su historia, una que está cargada de grandes experiencias y placidez, como si ya no le quedara más que esperar el final que aguarda a todos los hombres.

Tan arjonero como el bollo de mazorca, con una madre de Corozal y un padre cartagenero, llegó a la capital de Bolívar con el dolor de su padre muerto y ganas de aprender música. A sus cortos 12 años, su maestro le enseñó un arte aparte de tocar el saxo: el de la paciencia, aquella de la que se ciñe día tras día para esperar por la bondad de aquellos que lo oyen y extienden su mano para dar una moneda.

Su tránsito por la Banda Departamental fue lo que marcó su permanencia en la Plaza de Bolívar. “Aquí fue que yo comencé. Aquí tocábamos retreta. Aquí me acostumbré, pero no venía solo, sino con todo el grupo. Entonces, yo me di cuenta y dije: ‘Yo puedo tocar solo’. Y es que, en grupo, uno toca un pedacito y el otro le contesta, y uno nunca se aprende bien la canción. Aunque todo eso enseña, no digo que no, pero solo aprendes a defenderte más”, relata.

Desde entonces, ese se convirtió en su escenario, donde se enlaza bien el pasado de su trayectoria con el presente de una Cartagena que lo acogió y a la que le agradece llenando sus calles de música.

Una melodía para la calma.

Son sus anécdotas las que le permiten concluir que hace lo que hace con un propósito: la facilidad innata para arrancar la tristeza a quien pasa por su lado, más aún del que se sienta a contemplarle.

“Hace unos días vino una señora y me dijo: ‘Señor, vengo de Torices, con un problema que tuve en la casa, y usted me ha quitado todo eso’. Y yo estaba tocando un bolerito. Por eso me gustan los boleros, porque se aprecia la tranquilidad de la gente. Yo hasta he hecho llorar a muchos aquí. Un día vinieron un par de venezolanas y yo les toqué el himno de Venezuela, ñerda…”, cuenta y suelta una carcajada cómplice, sabiendo bien que su trabajo no es tañer el saxofón, sino encontrar la canción perfecta, esa que escudriñe el espíritu de quien la escucha y conmueva el corazón.

“Aquí la gente viene es a relajarse”, dice. Es allí cuando, con mucha cautela, mira a su alrededor para evitar que alguien más pueda advertir lo que añadirá.

“¿Sabes qué no me gusta de Cartagena? La forma en la que muchos acosan o abusan del turista. ¡Hombre, qué cosa! Una vez vinieron unos de Chile y vinieron a caerle un poco, a ofrecerle, a agarrarle las piernas; eso de agarrarle las piernas a la gente sin permiso, eso no es cultura. No los dejaron escuchar, se pararon y me dijeron: ‘Maestro, nos vamos, muchas gracias’, me dieron 20 barritas y se fueron. Ellos querían estar tranquilos escuchando, pero los aburrieron de tanta caída”.

Cualquiera podría refutar que no todos cuentan con el privilegio de tocar un instrumento; sin embargo, a Nelson no se le puede condenar por haber aprendido a esperar, a enamorar con su talento, a no tener que decir una sola palabra para cautivar a las personas, a tener por premio el aplauso y la gratitud más que el valor de un billete.

“A veces no llevo, sino el pasaje estricto porque, como te digo, el turista no viene a repartir plata. El turista también ahorra para conocer. Puede venir hasta de Estados Unidos, pero no todos los de Estados Unidos son ricos; allá también se pasa hambre”.

“Dios no se ve, pero se siente”

Nelson parece estar ya acostumbrado a ser protagonista, a ser el personaje principal de la plaza, a tener una audiencia expectante por la pieza que vendrá. La soledad no es algo que lo agobie, pues, aun si no ve a nadie a su alrededor, especialmente cuando solo lo acompaña el sol de la mañana que se escabulle entre las ramas de los árboles, dice sentir a Dios de su lado.

Con sus manos siempre puestas sobre el saxofón que reposa en sus piernas, como si ya no pudiera despegarse de él después de tantos años, cuenta su secreto para estar en paz siempre ante cualquier panorama: “Yo me sé el ‘Padre Nuestro’. ¿Sabes? Cuando uno dice ‘Padre Nuestro’, no dice ‘Padre mío’; está pidiendo para todos. Si dices ‘Padre mío’, estás siendo egoísta. Pero yo digo el ‘Padre Nuestro’, y a veces se me olvida y vuelvo y lo repito. Hay veces en las que se me olvida porque salgo corriendo de la casa, pero me pongo a hacerlo en el bus y vengo pensando en Dios”.

Allí vuelve a interrumpir otra pregunta y rememora otra anécdota, como hace durante toda la charla, pero con un oyente complacido de conocer una nueva de esas historias.

“Dios no se ve, pero se siente”.

“Una vez yo venía para mi casa, a eso de las cuatro de la mañana, pero cuando iba en el camino, llegando a un árbol frondoso, me devolví. Llegué a una bomba que estaba allí, donde vendían cervezas, a tomarme una cervecita allí y esperar que amaneciera un poco más. Cuando me siento, veo que viene corriendo un muchacho y grita: ‘¡Me iban a atracar!’. Yo me devolví porque todo el pelo se me erizó, porque el pelo avisa, tenga en cuenta eso. Entonces, cuando escucho al muchacho, digo: ‘Eso era para mí. Me salvé’. Ya después me fui”, narra con una sonrisa, atribuyendo a Dios el guardarlo ese día y el tener una larga vida.

Diferente a aquellos grandes músicos con traje de cola que ensayan durante meses para presentarse una noche, Nelson indaga por su repertorio en oración.

“Yo, cuando estoy tocando, estoy concentrado en él. Yo toco con Dios y le digo: ‘Señor, inspírame’. Puede que te esté viendo a ti, pero estoy pensando en él”. Esa es su fórmula, su verdadera técnica para llenar de gracia sus líneas y resonar en lo profundo de quien lo conoce.

Una historia contada por el recuerdo.


“Esa es una pregunta ruda”, fue su respuesta casi que obligada cuando se interrogó sobre el número de sus hijos e hijas. Cierra los ojos, sonríe con complicidad y dice: “Diez. Tengo diez hijos”.

Resultaría inadmisible que ninguno de ellos siguiera el camino de la música trazado por su padre, uno que se codeó con los más célebres de la época: Dámaso Romero, Ramón García, Adolfo Pacheco Anillo, Aníbal Velásquez, Ángel Viloria, Delia Zapata Olivella. El listado es amplio. Los menciona así, uno tras otro, con mucha agudeza y humildad, como si no se tratara de un círculo lleno de grandes referentes que le dieron curso a la historia musical del Caribe.

Como si fuera poco, a ese catálogo añade un nombre. “Yo soy primo hermano de Elisero Herrera, el del trabalenguas en ‘La adivinanza’. Toda una familia de músicos”, dice y levanta sus pobladas cejas y entrecierra su vista, mostrando un orgullo no dañino, sino de complacencia con la vida.

De esos diez, dos heredaron el don de tocar el saxofón; otro es bajista. Una cuota que se le hace suficiente para saber que las poesías que hace resonar a través del viento dejaron alguna huella en su descendencia.

Con 80 años, una vida hecha, una mente clara y sabida de que el aliento no dura para siempre, surge una pregunta que solo se responderá cuando lo inevitable ocurra: ¿Quién llenará de melodías la Plaza de Bolívar? ¿Quién mantendrá el legado de una plazoleta marcada por las notas de una buena balada? ¿Se seguirá escuchando el sonido de un saxofón al compás de la brisa que traspasa las murallas?

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