Cultural

El muerto desconocido

6 Minutos de lectura

“Texto galardonado en el anterior concurso de periodismo pluma de oro APB, en la categoría de reportaje año 2022”

 

 

 

La limusina conducida por el hombre vestido de frac y corbata hizo su aparición por la puerta principal. En la parte delantera llevaba dos pequeñas banderas que ondeaban por el viento parecidas a las que utilizan las caravanas de jefes de estado. El coche reduce la velocidad y lentamente se parquea. Allí lo esperan dos hombres silenciosos con rostros de pedernal enfundados en trajes de fatiga a quienes se les ve transpirar constantemente. Hace calor. El sol está en los más alto del firmamento. Habituados al oficio abren rápidamente la cajuela dejando ver un reluciente féretro aplastado por varios ramos de flores. La bocanada de calor, mezcla de formol y flor, se esparce en el ambiente. Finalmente, el féretro es conducido sobre una camilla metálica que chirrea hacia el fondo de lo que parece ser una ermita. Con indiferencia y respeto lo depositan sobre un desnudo mesón de concreto. Terminada la faena ambos se frotan las manos y salen discretamente por la puerta trasera. Luego se les ve en la distancia charlando animadamente. Uno de ellos saca un cigarrillo, lo golpea suavemente sobre el dorso de la mano y el otro solícitamente le da fuego. El otro hombre le susurra al oido, como en el libro de Benedetti: “gracias por el fuego”. Sólo que este fuego destruirá sus pulmones. El conductor de la limusina, hombre rechoncho, se dirige hacia ellos con caminar de pingüino y se une a la tertulia. Acto seguido se escuchan las notas solemnes de un canto gregoriano entonado por varias mujeres jóvenes, regias, uniformadas parecidas a colegialas de convento, el coro canta en tono llano una y otra vez un versículo de las sagradas escrituras: “Aunque camine por el valle de la muerte nada temo porque tú vas conmigo, tu vara y cayado me sosiegan”. De la nada emerge un hombre entrado en años, de sienes plateadas quien permanece enfundado en una ajustada sotana negra dejando ver un abultado vientre. Hace un gesto reverencial seguido de un monaguillo de cabeza plana y cabello lustroso quien lo acolita con las manos entrelazadas sobre el pecho en señal de piedad y devoción. El hombre rocía con un hisopo el reluciente sarcófago murmurando responsos y versos en latín. Presidiendo la liturgia continua su emotiva prédica exhortando a los presentes a estar vigilantes y preparados para cuando sean llamados a rendir cuentas ante el supremo juez. El monaguillo con la mirada fija en el piso permanece al lado de un grupo de personas que escuchan en silencio la amonestación. Todos reflejan caras de aflicción ante el sermón del ministro, menos una joven mujer de cabellos incendiados al parecer aprendiz de “youtuber”, quien ha irrumpido en la escena con un pequeño dispositivo electrónico trasmitiendo “on line” para dar fe a los que la seguían que los que permanecían ahí no estaban muertos. De ahí salió feliz, con cara de satisfacción, como si hubiese experimentado un pequeño orgasmo. Sus miríadas de seguidores también disfrutarían hasta el paroxismo el haber presenciado “on line” la historia según ella, del muerto desconocido. Después de la corta liturgia un grupo de mujeres con rostros escondidos por velos negros y que han permanecido en la distancia, se abren paso acercándose con respetuosa devoción al reluciente ataúd. Se quedan en silencio un momento, una de ellas abre la pequeña tapa de cristal y por varios segundos contempla el rostro inerte de un hombre que, deja ver, fue vestido y maquillado de manera rigurosa. La mujer solloza quedadamente y luego prorrumpe en gritos y alaridos dando rápidos y tenues puñetazos sobre el sarcófago. Un hombre que ha permanecido a su lado la abraza y la saca del lugar. En la distancia, alguien que ha estado en silencio y ha contemplado la escena, y a juzgar por su atuendo, es el jardinero, dice sin ruborizarse: “Era mala hija”-, y acto seguido continúa podando con desinterés los últimos árboles de una pequeña floresta que sombrea la línea infinita de tumbas ordenadas rectangularmente. Los carros y buses que han acompañado la luctuosa comitiva por calles y avenidas de la ciudad se han parqueado. Algunos siguen con sus chimeneas encendidas eructando el mortal CO2. De estos han descendido varios grupos de personas vestidos para la ocasión, otras a juzgar por su indumentaria eligieron lo primero que encontraron; otros se han quedado en la distancia, en silencio. Los demás charlan animadamente y algunos caminan entre las tumbas como en la película protagonizada por Liam Neeson. Una de ella es una octogenaria de vestido luctuoso quien se queda largo rato de rodillas frente a una tumba susurrando oraciones ininteligibles. Al final se levanta, se hace un santiamén sobre su arrugada frente y da varios golpecitos parecidos a un coscorrón sobre el frio mármol.

Varias personas que han permanecido al lado del ataúd del muerto desconocido siguen depositando flores. El día agoniza. Una polea sostiene una garrucha maniobrada por dos hombres sudorosos, en mangas de camisa, hace descender lentamente el sarcófago hasta el fondo de un sepulcro vacío. Se escucha el primer golpe del terrón de la primera palada de tierra que cae sobre él, produciendo un ruido seco al contacto con la madera entamborada. Los dos hombres sudorosos en perfecta sincronía con sus palas le siguen arrojando tierra que lo van cubriendo para siempre. Una mujer con un pequeño libro en la mano recita el salmo 130 o De profundis, el mismo que inspiró a Oscar Wilde a escribir una de sus más conmovedoras obras cuando estaba en las entrañas de una mazmorra. La mujer de los alaridos ha abandonado el camposanto apoyando su cabeza sobre el hombro de alguien que la introduce delicadamente dentro de un carro que arranca y se pierde en la distancia. El hortelano ha terminado de podar la pequeña floresta y ahora descansa sentado sobre un pretil;ñ. Por detrás se le acerca una mujer que lo ha escuchado hablar horas antes, excitada por la curiosidad le pregunta: – ¿por qué dice que es mala hija la mujer que lloraba y gritaba sobre el ataúd?

-¿Qué por qué?-, le responde este último sin mirarla. “He estado aquí gran parte mi vida y he visto muchos videos y películas como esas”, y paso seguido encendió un cigarrillo y el humo le hace entornar un ojo. – “Conozco mucho la condición humana”, dice mientras raspa pausadamente las herramientas untadas barro color rojizo con una hoja afilada de lo que parece fue un cuchillo, y mira a la mujer por primera vez. – ¿“y usted si es buena hija, es buena persona”? Esta se sorprende ante la inesperada pregunta, pero responde presurosa: – ¡si claro, soy buena hija! -. El jardinero suspira hondamente levantando las herramientas. La mujer ante el embarazoso momento le lanza otra pregunta de manera ingenua. – ¿y no le da miedo estar aquí todo el día con los muertos? – . El hortelano que ha dejado de fumar, la mira por segunda vez sonriendo con tedio. La sonrisa convertida en mueca deja ver una dentadura manchada por la nicotina. Se levanta y mira fijamente el infinito surcado por varias aves y de espaldas a la mujer murmura: – ¡no, no le tengo miedo a los muertos, ellos me cuidan, a los vivos si les tengo mucho miedo! y acto seguido de manera teatral como en una puesta en escena, sin que la mujer se lo pidiese expone la teoría sobre las almas que están en el purgatorio. Las palabras que salían de sus labios como ráfagas definieron sin saberlo por varios minutos lo que escribió Dante en su tercer canto de la Divina Comedia. La interlocutora sentada sobre un pequeño muro en señal de aburrimiento seguía escuchando en silencio la perorata. Una abeja que ha estado posada sobre un basurero de flores, levanta vuelo y desorientada ante el perfume barato de la mujer la rodea de un lado a otro. Esta agita desesperadamente sus brazos tratando de alejarla. El insecto sigue acosando.  – ¡Déjela, ella no hace nada!, le dice el hombre, mientras mira por última vez el basurero con algunos ramos ya marchitos. Interroga a la mujer que se ha levantado de donde estaba: – ¿sabe cuánto dinero hay desperdiciado ahí? – esta última que se ha librado del insecto responde: – ¡ni idea! -. “Las cosas hay que darlas en vida, ya después de muerto para qué “, – remata el hombre – mientras se lava las manos untadas de barro en una pileta rebosante de agua que está a punto de desbordarse. Está anocheciendo. Los tres salen por rumbos distintos. La abeja que ha levantado vuelo y se pierde en el infinito, el hombre que sube perezosamente por una improvisada escalera que conduce a un viejo desván a guardar las herramientas y la curiosa mujer que desaparece en la distancia bajo las primeras luces lechosas que se han encendido dejando ver las resplandecientes y rectangulares cruces pintadas de blanco que decoran las tumbas y mausoleos de los jardines cementerios del Distrito de Barrancabermeja.

*Sacerdote. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Premio de periodismo pluma de oro APB años 2018 – 2019 – 2022. Especialización en intervención comunitaria. Email: sinuano1817@yahoo.es

 

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